España en dos bloques

El Verso Suelto

La política vista como los hinchas de fútbol

Que la democracia no es simplemente votar cada cuatro años es algo que afortunadamente cada vez va calando más en la sociedad. Hay otros elementos como la libertad de prensa y expresión, que no haya grupos económicos con más poder que los legisladores —lo cual ya limita mucho las posibilidades de una democracia real—, que no haya extensas capas de la población en situación económica precaria sin libertad de decisión —lo cual dificulta mucho que haya democracias fuera del ámbito occidental—, que los electores estén informados —y para ello es importante también que estén formados—…

Pero además hay otro factor en el que los analistas políticos reparan poco pero que en esta España polarizada cada vez se aprecia más. Hay un altísimo porcentaje de votantes que depositan su papeleta más por sentimientos que después de un análisis programático de las diferentes opciones electorales.

     Hay más personas que votan por sentimientos que atendiendo a los programas electorales

Y hasta con un tema tan grave como lo es una pandemia donde está muriendo muchísima gente —y además mucha más de la que nos dice el Gobierno—, la gente sigue pensando en función de sus sentimientos y no de un análisis de los hechos.

En EEUU —sobre todo en las primeras semanas de pandemia— si soy demócrata llevo mascarilla, si soy republicano no. En España, al principio, si soy de izquierdas pienso que la mascarilla no es necesaria (solo porque no había y el Gobierno embustero por este motivo no recomendaba su uso), si soy de derechas sí la llevo, si soy de extrema derecha (o de extrema izquierda) tampoco la llevo porque pienso que ni siquiera existe la pandemia, que esto es un invento de unos pocos para instalarnos un chip y tenernos controlados.

En nuestro país, si soy de izquierdas pienso que el Gobierno de Pedro Sánchez no puede hacer nada más, que es una pandemia que desbordaría a cualquier gobierno, pero sí cargo las tintas contra la presidenta madrileña Isabel Ayuso —aunque los datos empíricos señalaban que Madrid no fue nunca la comunidad autónoma con peor situación—.

Si soy de izquierdas pienso que Venezuela es una democracia porque hay elecciones, y echo por tierra todos los principios a los que aludía al principio de este artículo, principios que siempre han venido más desde la izquierda pero que parece ser que servía solo para criticar a los gobiernos ultraderechistas de Iberoamérica de los años 60, 70 y 80. Si soy de derechas pondré al Chile de Pinochet como ejemplo de modelo económico y no repararé en sus graves violaciones de derechos humanos.

Si soy de derechas —o muy de derechas más bien— estaré seguro de que ha habido fraude en las elecciones de EEUU. Si no lo soy pensaré que Trump no sabe perder. Y en ambos casos leeré solo medios que me ratifiquen en mi posición previa a la lectura.

Si soy de izquierdas criticaré la homofobia de la ultraderecha pero nada diré de los encarcelamientos y campos de concentración de homosexuales en Cuba y China, ni de la homofobia del Ché, todavía ídolo para algunos ministros españoles. Si soy de derechas justificaré al eurodiputado húngaro que se saltó las medidas de prevención de la Covid en una orgía gay, porque se trató de una trampa orquestada por George Soros.

Si soy de izquierdas alertaré de que Vox traerá de nuevo al franquismo y que acabará con la libertad de expresión. Si soy de derechas mi alerta estará en la recreación orwelliana del Ministerio de la Verdad que viene haciendo el gobierno ‘socialcomunista’.

Si soy de izquierdas justificaré la censura de Twitter a las fake news (siempre que sean de derecha, claro) porque desinforman. Si soy de derechas diré que las noticias fake vienen solo por la izquierda con un gobierno ‘socialcomunista’ que hasta crea perfiles falsos para alabar sus ‘efectivas’ medidas contra el coronavirus.

Si soy de izquierdas justificaré la implantación del Ingreso Mínimo Vital. Si soy de derechas estaré en contra de esta medida pero protestaré porque no se da a quien lo pide.

Si soy de izquierdas apoyaré la subida de la carga fiscal, y me creeré que recaerá sobre los ricos. Si soy de derechas me fijaré en el aumento del gasto público con este gobierno mastodóntico y diré que estas subidas impositivas afectan más a las clases medias y que además al espantar la inversión incrementarán el paro y la pobreza, que es lo que les interesa a los comunistas, que haya pobres.

Si soy de izquierdas justificaré alianzas con grupos filoterroristas porque más importante que haber apoyado a ETA en el pasado lo es el que ahora nos une la alianza antiderechista; mientras recriminaré al centro derecha que pacte con la ultraderecha. Si soy de centroderecha me uniré a Vox porque nunca han utilizado la violencia, y cuando llegue a pactos con el partido de Santiago Abascal lo llamaré de derechas pero en campaña —o en la interminable precampaña— lo tacharé de extrema derecha.

Mientras la política se siga con el corazón —y peor aún, con las vísceras— pocas posibilidades de consenso se logrará, ni siquiera en la larga época de pandemia que nos espera y que requiere de patriotismo y unión.

Si al menos esa barrera infranqueable de dos bandos dejase de ser bajo el eje izquierda/derecha y pasase a ser bajo el prisma democracia/liberticidio, se podría llegar a políticas de Estado y además los demócratas dejaríamos arrinconados a los extremistas liberticidas. Pero eso hoy es más ciencia ficción que la distopía que nos planteaba George Orwell en su novela 1984, y que cada vez es menos distópica y más realista. Los parlamentarios parecen más hinchas de su equipo de fútbol que profesionales preparados para sacar el país adelante. Y lo malo es que muchos votantes se comportan como hooligans de esos equipos/partidos sin mayor razonamiento que “los míos son los únicos que tienen la razón”. Y aquí me gusta recordar al escritor francés André Maurois cuando decía “Es una verdad absoluta que la verdad es relativa”.

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