Francisco Umbral en su casa de Majadahonda, año 2000 (Foto: Raúl Cancio El País)

Anatomía de un dandy

TDK M60. La memoria gira entre dos ruedas donde el presente graba de su pasado las huellas de su futuro. Su voz tatuada en piel de cromo responde acerca de las incógnitas de la identidad, del secreto, de la vida. De esto tratan casi todas las entrevistas –con una de muchas comienza este documental que suena con mérito a un Goya de marzo- que se conversan lentas de alcohol y de humo. Cómplices de un afecto que sabe e interroga, del otro que responde sobre una mesa de tapete verde como de póquer mirando a los ojos. Es lo mejor para descartar naipes mientras se ligan damas, oros, escaleras de color. Un as de espadas. Igual que el que cargaba el jugador en el bolsillo con forma de estilográfica, la noche que llegó al Café Gijón para embarcarse con sus lobos de tinta, y empezar a contarnos su vida, la de los demás entre la suya. No hizo otra cosa a lo largo de 110 libros y más de 135 mil artículos el león de melena blanca que

“de sus ausencias y rebeldías, de su lenguaje de rojo y negro, se construyó un dandy de los días Baudelaire del primer Madrid en democracia”

Es su Giocondo en los espejos el que retratan Charlie Arnaiz y Alberto Ortega en una película documental, con obertura musical de novela negra acerca de Paco Francisco Umbral, que estás en los cielos.

Qué bien le quedan a esta creativa pareja -que producen primero por amor al arte y más tarde con Dadá Films, con María del Puy Alvarado, y dirigen repartiéndose y a la vez ambos- los rompecabezas de escritores con alma de piratas, nacidos en provincias tierra adentro de las que un día zarparon. Luis García Montero y su poesía del jardín extranjero de lo cotidiano. Ramoncín con sus canciones de madrugadas clandestinas sobre gente curtida de tormentas. Labordeta al hombro la mochila con esperanzas de cancioneros de caminos y monte. Ahora, catorce años de su último punto en boca, éste 2000 Premio Cervantes – seis a cuatro su victoria le dijo al teléfono Pilar del Castillo-. Del brazo de España recogió el papiro de su mérito. Elegante y complacido con chaqué de señorito, y acento seco, como de piedra castellana y de hielo al fondo del vaso corto de whisky rubio desmelenado, para dejar aviso grave de lo que estaba pasando:

“La muerte de los libros y la herida de la idea. Sólo la cultura, ese saber del hombre sobre el hombre, puede salvar el mundo de la barbarie técnica o guerrera”.

Llovía como siempre en Oviedo, y de aquel discurso de corazón subrayado quedamos los de su gremio subversivos y Robinsones frente a todos los naufragios. Sólo por el recuerdo de esas palabras merece del todo la pena esta cinta TDK M60, que no, que no es un arma de asalto. De él, de su voz Umbral de lúcida tristeza en costra y de falsa mala gana, nos quedan las evocaciones de quiénes le amaron por encima de sus asperezas de touché afilado, de sus soledades hacia dentro.

Herencias de cerca entretejidas en este espléndido documental que desvela al dandy entre las sombras, la anatomía de su imagen y de su espíritu bajo la máscara. Son los audios extraídos de las cintas de Eduardo Martínez Rico para el libro “Umbral. Vida. Obra y pecados” (editorial Fosca 2001) el material de bitácora que les sirve para recrear su guión a Óscar García Blesa, a Emilio González y a Álvaro Giménez –los imagino como aquel H. Bustos Domecq de Borges y de Bioy, más otro en este caso, cruzándose las volandas de la historia de una a otra trinchera de las Olivetti de mesa con teclas de disparo rápido-. Roja la Valentine fue la de Umbral durante muchas columnas de contraportada.

Posando desnudo con su máquina Valentine (Foto: María España)

Sobre su vientre extendió el lecho en escalera de su imaginación verbal y a dos yemas mercuriales llenó de versales en negrita, igual que si fuesen personajes con antifaz entre las letras, sus crónicas de los placeres y de los días. La política, los españoles, los malditos de Loca y de Valle-Inclán, lo de a diario de repente a la vuelta de comprar el pan, las calles de atrás de las noches de Madrid, su parisino de aquí territorio spleen, inspiraron los temas a los que les registró su envés. Y por supuesto la cultura, los acontecimientos de sus salones literarios donde gustó de la polémica y la provocación, de sus duelos de refriega al amanecer en la última página del periódico. De cada aventura glosó su pasión y su desdén. Lo mismo fuesen críticas de cine o de arte, que noticias con resaca de ayer en El País, Interviú, El Mundo, en las gacetas donde se fue madurando pluriescritor Espronceda, con cola de escorpión y brillante su estilo de reinventar el lenguaje. Y entre tanto iba convirtiendo en sus ninfas y en sus jais a las mujeres que se llevó de labia a su columna. Sin duda también a la habitación 306 del hotel que Arnaiz y Ortega nos muestran en un plano al final del pasillo, pasando por sus infidelidades con la elegancia de quién antes se ha quitado los zapatos. Y sabe que lo de Umbral era lealtad a la máxima de Byron: “el amor es un apetito de belleza”.

‘Anatomía de un dandy’ tiene el pulso ágil de una narración intimista, que parece haber sido templada con el glamour y exquisitez de su mujer María España para los contraluces, por algo fue una firma del retrato fotográfico, a pesar de que su protagonista es un don Juan barroco de tinta, entre el disfraz fiero de su mirada y la ternura pálida del hijo de una Greta madre. Siempre el binomio en la existencia real y fabulada de un Francisco Umbral del que el buen trabajo de Alberto y Charlie nos desgrana su vocación por ser escritor de Swan por dentro de la música e imaginación del lenguaje, de ser por fuera escritor de terciopelo Wilde con foulard rojo. Y desde ambos su actitud subversiva del desacato.

“Nadie después de lo suyo ha sido tan brillante en inventarse a sí mismo personaje. Escritor con oficio arrebatado de vivir”,

entrevistador de estatuas de Madrid, prestidigitador en el arte daliniano allí donde conviniese el espectáculo. Nunca lo jugó en vano. Ni en los platós del blanco y negro de la televisión de cuando se comió impávido una manzana frente a Joaquín Soler Serrano, ni en el baño de espuma con champagne junto a Cristina Higueras o admirando en tecnicolor las piernas de Victoria a su vera. Tampoco en el célebre “yo he venido a hablar de mi libro” con el que perdió a los puntos la compostura frente a Mercedes Milá. El paso del tiempo que casi todo lo nubla no ha borrado de su reflejo de Larra ese lamparón de pólvora por el que se le recuerda abrupto y gruñón.

Nada esconde el notable documental del mito -que os aguarda en Filmin- sobre el que sus ideadores han tenido el gusto inteligente de despojarle impurezas amargas, y bruñidos literarios. De la voz suave de Aitana Sánchez-Gijón, una de sus musas de pluma junto con Ana Belén, va paseando el espectador por las edades de Umbral en el espejo. Su infancia sin apellido paternal; su ángel Pérez con coraje de madre a la que esperaba en una biblioteca; el primer destino de botones del que voló al norte de Castilla donde el maestro Delibes le enseñó a ponerle cepo a los adjetivos, a cazar los sujetos del verbo y a cada día mejorarlo por delante con unas palabras que llevarse al café o al ánimo. Lo suficiente de forja para que desembarcase en las pensiones de Galdós; en El País de la movida; en su sueño de padre –qué ternura y tragedia la risa blanca de su hijo Pincho entre cuentos dibujados para burlar la muerte-.

Francisco Umbral con la foto de su hijo Pincho (Foto: María España)

Umbral mortal y rosa, ausente de la ausencia en el dolor de la escritura, cicatrizándose desde su exilio en ella. La existencia sucediendo en libros, en artículos y en poemas entre los espectros, el aliento de Cela y de Pepe Hierro –un poderoso de la soberbia, un humilde de la calidad humana-, las envidias, la realidad y el deseo, la mediocridad de también entonces como ahora, con el aval de un matrimonio imbatible y un destino que no dejó de favorecerle con premios su personaje de eterno enfant terrible.

Han sabido Arnaiz y Ortega escoger entre los suyos las mejores voces en las que Umbral se refleja. Manuel Vicent. Ángel Antonio Herrera. Raúl del Pozo. María España. Rosa Montero. Juan Cruz. Antonio Lucas. Manuel Jabois y entre otros David Gistau, a quién el azar de la más inesperada de las esquinas le reservaba la dedicatoria de este premiable documental, sin estridencias hagiográficas. Ejemplar resulta “Anatomía de un dandy” en la poética su personaje, en lo que su historia desde lo coral cuenta: «Escribir es la manera más profunda de leer la vida».

Un final entre el k.o. de su más querido discípulo entre los últimos de verdad, y el otoño del patriarca que en su Dacha aceptó, antes de salirse que el diablo cojuelo no podía ser académico, hubiese vendido su alma al serlo. Mejor dandy, hasta el último toque de claqué en las teclas.

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