El ficus

SuperWang: el horizonte de sucesos, abierto 15 horas al día y 365 días al año. 

Cuando estallaron las Torres Gemelas yo estaba en SuperWang. Cuando recibí la llamada de la policía anunciando el asesinato de mi padre yo estaba en SuperWang. Mi mujer me anunció su embarazo mientras yo empinaba el codo en SuperWang. En el doble techo de SuperWang escondíamos los palés de pasta negra. A Wang le arranqué los ojos con las manos y los dientes en SuperWang. Podrán imaginar que, cuando el chino me soltó que se mudaba a otra ciudad para «ablil un lollo más glande», casi me dan cien apoplejías seguidas, una detrás de otra. Era mi único amigo y, además, nos habíamos forrado juntos. Codo con codo. Hombro con hombro. Todo ese rollo testosterónico. Conseguimos lo imposible juntos: ganar una auténtica tundra de pasta, una obscena sabana de dinero más negro que toda la puñetera cosmología teórica junta. Lo eché de menos muchísimo. Aún hoy lo echo de menos. Sin neuras. Sin culpas. Sin remordimientos. Quería a aquel hijoputa. Tanto que no permití que se alejara de mí. 

Aquí nací. Y, salvo que me trinquen con algo entre manos y me pudra en la trena, aquí moriré porque, de hecho, ya estoy muerto. El chiflado con el cráneo rapado, de piel oscura y prendas de vestir dos o tres tallas más grandes a la suya, que vendía tomillo y salvia con una dignidad asombrosa -nunca decía nada, solo carraspeaba y señalaba con la mirada la mercancía, distribuida meticulosamente en coquetos ramilletes-, desapareció, no sin antes hablarme de sus cuitas con la administración y La Montaña Mágica y unas gallinas que tenía en un terruño. Y ese mastodonte, esa montaña, ese rascacielos con patas que, desde los zócalos de los árboles -que abombaban el suelo como si fueran olas en el mar-, me llamaba Manuel, Manolito, Manolo o Manolillo, dependiendo del día. 

Ya no hay nadie. Ya no hay nada  

Era un hombre enorme, un gigante, un coloso, un tótem, la bóveda oscura sobre nuestras cabezas, con una panza de esas que retenían líquido a montones en varias capas. Siempre tenía el gesto torvo y, en ocasiones, hablaba solo, de un modo muy airado, como si estuviera peleándose con un contrincante imaginario, gruñendo cosas sobre su madre, que le cocinaba mal los huevos fritos, que a él no le gustaban las babas del huevo, que lo prefería rizadito y con volantes. Se sentaba, como les dije, debajo de los ficus, las arecaceaes y lugares aún más inquietantes y, con la calva sudorosa, me decía: «Manolillo, ¿qué, a dar por culo por ahí?». U otras veces: «Manuel, ¿tú no habías dejado de fumar, qué haces fumando?». Me gustaba que aquel hombre me llamara Manolo, Manolillo, Manuel o Manolito. Era como estar en el extranjero. En un aeropuerto extranjero, cerrando la mano sobre un café humeante en vaso de cartón, mientras ojeaba unos documentos de suma importancia, toda vez que me había reajustado la corbata alrededor del cuello y estirado las bocamangas, mostrando un reloj fino, elegante y austero.

La montaña humana me solía saludar sobre todo cuando regresaba de desayunar en el bar los fines de semana. «Qué buen día hace, Manolito». Murió de un paro cardíaco, dejando a su madre vagando por las calles como una sonámbula. Algunas veces me entraban ganas de corregirle, pero me pasaba como cuando estamos en una fiesta y hay una persona con un perdigón en la nariz, ¿no? Que por un lado piensas: «Se lo diré. Pobre. Por ahí sonriendo y haciendo chistes con ese mocarrón en las napias». Pero luego también piensas: «Míralo, ahí está, tan feliz, con el moco colgando. ¿Quién soy yo para decirle nada?»

Luego estaban esos dos camareros. Esos que parecían hermanos. Siempre de negro y con bigote. Con esas manos rocosas, erosionadas por el tiempo. Y un peluquero y un ferretero y un frutero. Ninguno está ya. El otro día, mientras viajaba en el asiento de atrás de un taxi, vi que habían abierto un restaurante de comida biológica y ecologista y vegana y zutana y cosas aún más subversivas donde antes había un desguace. Según me dijo el cogote, acaba de abrir y está lleno de muchachas que parecen sacadas de la glamour y efebos protagonistas de Muerte en Venecia. En la pared del fondo tiene uno de esos bosques verticales. Maravilloso. De verdad. Me dijo el pescuezo. También vi un japo. Sí. Un restaurante japonés. Antes creo que había un bar donde se blanqueaba dinero. Una de las pocas veces que desvié la mirada del taxímetro más de unos pocos segundos vi a dos tipos. Uno con más años que Matusalén. Hacía cabriolas con su monopatín mientras el otro, también cuarentón, lo grababa. Tenían pinta de soplapollas. Últimamente incluso los gitanos tienen aspecto de soplapollas. No sé exactamente qué está pasando. La verdad.

El del monopatín rondaba la cuarentena. Llevaba una gorra hacia atrás y pantalones amplios. ¿Saben que eso de los pantalones que se caen y dejan a la vista los gallumbos es una moda que viene de cuando a los penitenciarios los metían en la cárcel? Sí. Les quitaban los cinturones por miedo a que se ahorcaran en la celda. Seguro que ya lo sabían. Hoy se sabe todo. Somos todos muy listillos. Si una virtud tiene esta época es que nos ha convertido a todos en listos, o muy listos. De ahí su éxito. Pero esa no es la cuestión. O sí. El soplapollas este del que les hablo, se estaba cargando todos los escalones de los portales con ese absurdo monopatín chillón. Hace tan solo un par de décadas alguien le hubiera roto en la cabeza una botella o le hubiera dejado el cuerpo amoratado con una porra casera y desde las ventanas hubiéramos aplaudido y vitoreado a rabiar. Hoy no. Hoy somos listos y jóvenes y educados y bienintencionados y sabemos una barbaridad de todo y dejamos que un tío de canas teñidas y gorra hacia atrás y pantalones cagaos, que es grabado por otro soplapollas cuarentón, destroce nuestro barrio a su antojo, sin molerlo a palos, sin abrirle la crisma. ¿No es así? Pero la cuestión no es esa. Era otra. Sé que era otra. Que me maten a pellizcos si me acuerdo.

La primera vez que vi al vendedor de romero y salvia hacía un calor de mil demonios. La espalda toda mojada, dos rodales oscuros en las sobaqueras de la camisa y el pelo mojado por los lados. Uno de esos días húmedos, pegajosos, pesados como líderes sociales. Me senté en el zócalo de un frondoso ficus que estaba frente a SuperWang. Las raíces habían deformado el suelo, cóncavo y convexo, como las jorobas de un camello. Pensé en que aquel ficus era exactamente igual de grande por debajo de tierra que por encima, pero que lo importante estaba debajo, en aquella alambicada oscuridad. O quizá no. También pensé en el señor Meursault, siendo interrogado, insistentemente, por aquellos detestables gendarmes. «¿Por qué mató usted a aquel hombre?» -preguntaban, una y otra vez. «No lo sé. La humedad, supongo» -respondía el pobre Meursault, con una sinceridad rayana en el suicidio. 

Siempre que hace calor húmedo me viene a la mente el señor Meursault.

-Disculpe -me dijo un hombre menudo, frágil, de tez morena y rostro frenético y congestionado-. Pero se ha sentado usted encima de mi romero.

-Vaya, lo siento -respondí incorporándome, ruborizado-. Lo siento mucho.

Encima del friso había varios manojos de romero, distribuidos de un modo muy minucioso, con dos o tres dedos entre uno y otro. Cada racimo estaba cuidadosamente empaquetado con un lacito de hoja de palma. Dos de ellos estaban aplastados y desvencijados a causa de mis posaderas.

-Perdone, hombre -volví a disculparme. 

-No se preocupe -respondió, tratando de recomponer los ramilletes-. No los ha visto.

-¿Cuánto cuestan? -pregunté, echándome mano al bolsillo.

-Nada. Ya le he dicho que no es culpa suya. 

Al día siguiente volví a la sombra del ficus. El hombre estaba allí, muy tieso, con las manos detrás, cuidando de su negocio. Tenía la cabeza rapada, el rictus prematuramente envejecido, con arrugas desde el centro hacia afuera, como si alguien hubiera lanzado una piedra en mitad de su semblante acuoso y el líquido se hubiera congelado un instante después, y ropas tres o cuatro tallas más grande, seguramente rescatadas de algún contenedor de la beneficencia, que realzaban su aspecto quebradizo. No voceaba nada, ni anunciaba de ningún modo que sus puñados de romero estaban allí. Lo único que hacía era saludar a todo aquel que pasaba cerca con maneras educadas y señalar el romero disimuladamente con la mirada.

-¿Me da dos manojos, por favor? -pedí, mientras el hombre ordenaba su mercancía con un escrúpulo casi obsesivo. 

-¡Ah, usted! -dijo, sonriendo-. No es necesario. No tiene por qué hacerlo. 

-Quiero hacerlo -reafirmé-. Además, cocino mucho -mentí-. Siempre necesito muchas especias. 

-¿Y por qué no las planta? El romero agarra bien en cualquier sitio. 

-Pues no sé, la verdad. Mi cabeza está en otras cosas. Supongo. 

-Las cabezas. ¡Ay, las cabezas! 

Le aflojé un par de gruesas monedas y me fui a casa. Con el tiempo, fuimos hablando, aunque su carácter absorbente me resultaba un coñazo. Sobre todo cuando se cosía a mi espalda como una lapa, empecinado en darme la tabarra con una paga que estaba esperando, con alguna receta que necesitaba urgentemente, el tiempo, las noticias o con las gallinas que tenía en aquel terruño del que les hablé. En aquella época profunda en la que todos éramos tontos, o muy tontos, había infinidad de hombres y mujeres que tenían cerdos, conejos, liebres, gallinas, gallos y mierdas de esas, a las que habían de cuidar y alimentar y que servían, en parte, para aliviar su pobreza. Muchos de ellos nos regalaban patatas, limones y tomates como muestra de miedo. Y a Wang aquello le ponía de los nervios. 

Y a mí me importaba un bledo.

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