El final del camino

He de reconocerlo, siempre he envidiado y admirado a esas parejas que han permanecido unidas, hasta que la Parca viene a llevárselos, así es como lo imaginé siempre para mí, la vida después se ha encargado de llevarme la contraria.

El martes esperaba sentado a que mi compañera Isabella terminase su clase para pasar a preparar la mía y ví entrar a otro Vicente, distinto al de siempre con la mirada sonriente, como la de un joven que va por primera vez a la casa de su novia a recogerla. Era un Vicente apagado, cabizbajo, con los ojos del dolor y del miedo. El miedo a quedarse solo él, que tantas veces se lo dijo a Carmen : «Sólo espero que Dios me lleve a mi primero, no hay vida sin tí, no podria sobrevivirte…»

Malditas enfermedades degenerativas que torturan a seres que dejan de serlo, que se agarran a la vida y se arrastran por el final del camino.
Nos quiso contar, aunque su voz se quebraba a cada intento, que Carmen no vendría más a clase, que su cuerpo ya no era suyo, que su habla callaba, que en un par de días hasta su alma parecía haberla abandonado en la cama en la que tantos fueron los buenos días y nunca faltó el beso de buenas noches.

Cuantos días envidié al observarlos la ternura con la que él le ayudaba a ponerse el calzado, al terminar la clase de pilates, la sonrisa vergonzosa cuando a ella alguien le avisaba que su novio le esperaba en la puerta. El beso correcto y sincero en la mejilla al verse, la forma en la que se hablaban y escuchaban a la vez, los gestos entre ellos llenos de amor puro, de amor del bueno, del que se transforma como el cuerpo con los años, de la pasión de la juventud al amor reposado y maduro de viejo.

Sólo pudimos escucharle y abrazarle el ánimo, ofrecerle nuestra ayuda y cariño, hasta que lentamente se alejó con la mirada en llanto, como la de un niño que se ve sin su madre, como alguien que intenta asimilar que será cojo sin su muleta el final del camino.

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