El futuro no es para mí

Han pasado más de ochenta años desde la última vez que advertí el mundo vivo. No recuerdo con exactitud los detalles, pero creo que palpitaba mucho más que ahora.

Hoy siento el agonizante latido de su corazón fundido a la melancolía de un pasado que no logra encontrarse.

Los nombres han cambiado, ya nada se llama igual. No logro reconocer ni reconocerme ante esta invasión de vocablos y términos nuevos del que no sé, si hablan del tiempo, de noticias o juegos.

En mi época, los días eran buenos o malos según el estado del cielo. Las noticias llegaban siempre de la mano del cartero, del vecino o el alcalde del pueblo. Y los juegos tradicionales, han ido acompañando a generación tras generación de padres a hijos.

En verano, en los días más calurosos del año, aparecía una bruma o niebla que inundaba la ciudad. Y ahora me explican que, a ésto, le llaman Taró.

Mis nietos juegan con algo llamado videojuegos, iPad y aplicaciones. Dejaron de ver la televisión como único medio de diversión y, con ello, también dejaron de estar alrededor de la familia. Se aislaron.

Para mí es un desatino entender tanta tecnología que, según me dicen, es el futuro. Pero el único futuro que observo es la separación que esto provoca entre nosotros, los mayores.

Ahora todas las personas van con la mirada bajada, observando ese dichoso móvil del que no se separan ni para ir al baño. Esten donde estén siempre lo mantienen cerca, musitando palabras parecidas al de un rezo. Es el actual rosario de este tiempo.

Las tarjetas se han convertido en el nuevo monedero, ya no puedo ir al banco sin ayuda. Los bancos se han convertido en el hall de un hotel. Mesas y sillas de diseños, alfombras y luces tenues donde el silencio y la distancia impregnan el ambiente. A veces me confundo y creo estar en un lugar equivocado, hasta que alguien me pregunta si estoy esperando para ir a caja.

Y así voy, vagando por esta nueva época que me ha tocado vivir sin saber cómo hacerlo. Dependiendo cada vez más de mis hijos o conocidos, que me puedan orientar.

Mi tiempo acaba y añoro mi pasado, aquí no me hallo, y mis amigos se fueron hace algunos años atrás. Ya no me queda nadie con quién recordar nuestros días de vino y rosas, de cine y chimenea, de amores en la ventana, de cartas a escondidas y de sueños imposibles.

Sigo pateando las calles de mi ciudad tratando inconscientemente de provocar un reencuentro con lo anterior. De tropezar con el chico que me sonrojaba con solo una mirada, con la amiga que me contaba su primera cita llena de expectativas e ilusiones. Y cómo no, de llegar a casa oliendo a ese admirable y fascinante puchero, de mi añorada madre.

En todo caso, lo imaginario es más holgado que la trabajosa y burda existencia. Aunque la abrazaría con la intensidad del alma que ha encontrado su mitad perdida

Vuelvo a mi realidad con una impresión muy similar a la del síndrome del miembro fantasma. Sintiendo y percibiendo la sensación de seguir conectada a esa vida que ya no está, a pesar, de haber sido amputada hace ya muchos años.

Mis queridos hijos, ellos continúan con su cariñosa y delicada manera de consolarme.

Mamá, ahora todo es mejor…

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