El Instituto

-¿Qué piensas que puedes aportar a nuestra institución, muchacho?


-Todo el mundo pensó que el Superhombre de Nietzsche era alto, ario, pitingo. En realidad, el Superhombre era un mocetón asilvestrado. Un tipo probablemente achaparrado. De piernas gruesas y nervudas como columnas romanas. Calvo, quizá. Inquieto. Un gañán que se las arreglaba bien con las contingencias rurales diarias para sobrevivir.


La pierna derecha de mi padre se movía arriba y abajo con más frenesí conforme yo respondía a las preguntas. El cuello de la camisa parecía que le iba a explotar. La cabeza erguida, solemne.


-¿Crees que de mayor serás un hombre con ambiciones, Aron? Necesitamos alumnos ambiciosos y calculadores.


-Tales tenía ascendencia fenicia, como usted, caballero -e hice un gesto de leve reverencia con la cabeza-. Al ser censurado por su ausencia de ambición material demostró a aquellos malpensadores que los filósofos, utilizando sus conocimientos astronómicos, también podían especular y ser ricos si así lo deseaban.


Mi padre sacó un pañuelo blanco, rematado con unos graciosos tocados, y se lo pasó por la frente. Yo no entendía que estuviese tan agitado. Todo marchaba bien. El director de aquella institución psiquiátrica asentía con la cabeza. Me sonreía. Parecía un buen tipo, cálido y confiado.


-¿Crees que te adaptarás bien al resto de compañeros?


-Darwin llegó a su conclusión sobre el origen de las especies tras advertir que los lugareños de las Islas Galápagos eran capaces de diferenciar las tortugas de cada isla atendiendo a la diversidad de sus caparazones. También le echó un ojo a diferentes variedades de pinzones. Todo aquello le hizo pensar que los animales se adaptaban a escenarios siempre cambiantes. Un tío listo aquel barbudo.


-Pero, nosotros, los seres humanos, no somos animales -dijo, con convicción.


-El entomólogo Edward Wilson nos estaría de acuerdo con usted -respondí.


Mi padre se aflojó un poco la corbata. Una vena del cuello le palpitaba. Mi padre nació en una casa sin asfaltar. Cuando llovía, el agua se filtraba por el techo, convirtiendo la tierra en barro. Eso le desgastó. Mucho. Y a muchos niveles diferentes.


-¿Cómo sabes tantas cosas para tu edad, muchacho? -preguntó, más relajado.

-Están en los libros.


-Mi hio fuera leío muchízimo -intercedió mi padre, para calmarse un poco, supongo-. Ha pazao telita tiempo dehándoze loh codoh en la biblioteca pública de nuestro barrio. Fuera zío un güen shavea. Mu obedientízimo y aplicao.

Era su manera de decir que yo parecía provenir de Marte. 

Nuestra memoria es fallona. Uno de los rasgos, probablemente el principal, que nos diferencia de los ordenadores sea quizá que nuestra memoria está modelada por la emoción presente. Es la actualización de una actualización de una actualización de una actualización de una actualización del pasado desde el presente. Está distorsionada, transformada y modulada por la emoción presente. Si estamos tristes, recordaremos cosas tristes, añadiendo detalles inventados. Si estamos alegres, recordaremos cosas alegres, sumando trolas. Si estamos cabreados, recordaremos injusticias, incorporando relatos dickensianos. Si nuestro estado de ánimo nos resulta sereno, recordaremos acontecimientos pacíficos, integrando mentiras. Y si echamos en falta a alguien, jamás se nos olvidará la expresión ingenuamente seria de ese alguien junto a nosotros en una recepción escolar.

-¿Por qué no me hablas de ti, Aron?

No me lo esperaba. Aquella pregunta me venció. No supe qué contestar. Jamás hasta entonces había pensado nada acerca de mí mismo. No tenía opinión. Yo era la única cosa del mundo sobre la que no tenía ninguna opinión.

-¿De qué, exactamente? -pregunté, turbado.

-Desde que hemos empezado a hablar has respondido a cada pregunta de boca de otros. Quiero que me hables en primera persona.

Estuve, largo rato, reflexionando. Mirando hacia una lámpara negra de la que pendían elegantes esquirlas de cristal en forma de gotas.

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