El paseo azul

Un día cualquiera, como casi todos, el mar me levanta. Lo contemplo despertándonos despacio ambos. Le brindo el aroma negro de un café, y la sombra blanca de las gaviotas regresan de su horizonte abriéndose rojo. Una línea apenas de un resplandor incandescente a lo ancho. Lo camino de delante hacia atrás, de atrás hasta mis ojos, escuchándolo desde mi terraza en alto, muy alto. Unas veces quieto, sin colmillos de espuma y aire húmedo, dibuja su vocabulario secreto en la arena, sin morderle a las rocas su geometría en guardia. Me gusta, mientras voy vistiéndome tan temprano de deporte, sentir su manera de fondear en la orilla, de tumbarse bocarriba, de respirar y recobrar aliento para regresar de nuevo a la hora desde la que partió su oleaje. Otros previos amaneceres, ruge igual que una lumbre azul oscuro o verde soliviantado y se declara en rebeldía, me grita la antigua fuerza de todas sus voces y entre sus fogonazos me muestra naves fantasmas, marinos con una rosa, un ancla o una vela fenicia dentro de sus pupilas con óxido celeste alrededor del ojo, la sal en los labios y una canción que atemoriza y enamora. Lo mismo que esa vereda iluminada que le flota encima a veces y que parece una rayuela.

Fotos: Rafael Olivares y Antonio Martínez

En cada uno de esos días, todavía en penumbra húmeda los caminos por el paseo, el mar me llama para que baje y camine a su costado. Lo huelo intenso, lo siento acompañarme, su latido hondo, su murmullo son mis alas, la pisada de las olas en un paso que desenvuelve otros. Observo de soslayo, como un capitán del paisaje, las chalupas de pesca que se han rezagado en su faena; los mástiles de los barcos que duermen con una pareja entrelazada en su vientre; las cañas erguidas de los pescadores solitarios pacientes en la captura del lomo fresco de una sabrosa estrella fugaz; los amantes que se limpian de arena el deseo y la resaca. Saludo al poeta, don Jorge tan sólo, Guillén austero en la rotonda del locutor de radio que le cuenta goles antológicos, Matías en redondo y en faena de albero, su voz de historia del Nodo. Dos veteranos en una pequeña placeta, compartiendo anecdotario de un oficio del que nunca se jubilaron.

El mapa del camino más adelante me devuelve el mar a la derecha, donde el puerto se mantiene en una calma vigilante y las grúas son monstruos domesticados. La ciudad dormida en el reflejo manso de la falsa laguna entre muelles, al pie de La Equitativa que es el otro faro, el urbano, y que ahora hospeda sueños de lujo. Aún no son ni naranjas ni azules ni rojas las alarmas veloces, que en apenas tres horas serán relámpagos de ruido entre sus calles. Saludo a La Farola, sobre la que siempre aflora la luna y la brisa la danza. En ocasiones es la lluvia la que asoma por su ojo insomne, gritando desde hace meses que no le cieguen el paisaje, que no desarraiguen su estatura, ni la exilien dentro de un museo muerto y secuestrada por un rascacielos rompiéndose al mar la cara.

Sigo mi camino de mañana. Todavía la luz continúa en su romance con las sombras, y de nuevo a la derecha el mar, las luciérnagas a pie de carretera, lunares encendidos en la falda de los montes. Camino, camino sin dejar que la huella sea un sonido grave, sin dejar de maravillarme de su ritmo trazando la bahía a un lado, al otro la ensenada de los barcos con nombres femeninos en dorado y velas que intuyo isósceles. La Farola cubre mis pasos pero no desfigura el dibujo del mar, su silencio bocarriba, bocabajo su boca de la que entran juguetones los jureles, los boquerones, el plancton, los plásticos que se le atragantan, a veces el cadáver vacío de una lata estrangulada por la cintura. De nuevo lo siento, feliz a deriva, con el recuerdo de mi hija de pequeña, las olas entre las emboscadas de piedras rotundas con forma de dados, los nidos de erizos escondidos.

La niña de trenzas y ojos inocentes escuchándome historias de piratas, de princesas que doman tormentas y gobiernan firmes el timón de sus vidas.Y su hermana pequeña más audaz sobre los arrecifes lanzando al aire el anzuelo de su caña para sorprender mariposas de mar con escamas y obligarme después a devolverlas asustadas a la naturaleza de su corriente.

Me llego hasta el antiguo mirador que se abría al mar en proa, y las risas de las parejas, de la infancia, las miradas de las heridas emocionales y de aquellos que aguantan la dentellada de las cicatrices cerrándose, eran pañuelos blancos, el abrazo con el que empezar de nuevo, un poema con el anzuelo en el azul de una página en blanco. Está cerrado ahora ese balcón sobre su horizonte. Qué manía de algunos por cercarle al mar sus rostros. Me doy la vuelta, el cascabel de los veleros más pequeños abrigados en el club náutico se agitan soñándose peces.

El alboreo prosigue la belleza lenta de su parto. Empiezo a cruzarme con corredores. Delfines de zancada larga sin salpicar espuma, sirenas que en realidad corren antes de que los músculos las detengan y no alcancen su promesa de no llegar tarde. Alguna pantera taconea de negro su vuelta de la jungla con aroma de martini, lo mismo que vampiros y tiburones aparcan sus redes de rojo metalizado y descienden con su cacería de la cintura o despiden con una sonrisa a su presa. Es el mismo mar a la inversa del recorrido. Lo parece, pero en realidad no lo es. La perspectiva cambia, se transforma. Si antes lo miraba de cara ahora es su espalda, a braza hacia la orilla, la que contemplo enamorado. Lo persigo. Juega. Le gusta. Nunca lo pillo.

Fotos: Rafael Olivares y Antonio Martínez

No ha terminado la deriva. Sé que me está esperando de frente. A medias escondido al otro lado de la cristalera del gimnasio. Las palmeras lo protegen, la bruma que empieza a estirar sus brazos grises y su cabello, las sombrillas bajo las que aún queda el aroma de un último beso, el secreto de la figura anónima que habló con él a solas. Me aguarda, no se impacienta. Sabe que me subo a la elíptica, que aferro el rumbo del ergómetro, que respiro y mido el tiempo del horizonte, el tamaño del ojo rojo que ya ha levantado fiero su párpado. Y entonces pedaleo, pedaleo, remo, remo. Julián, Ito, Ofelia, Nieves, Rafa, Carlos, Javi, Antonio, Antonio, Florencio, José Luis, Manolo, Manuel, Juana también en el mismo esfuerzo de ir subiendo la persiana de la luz desperezándose. El naranja es celeste, el celeste es pálido de blanco, las sombras se desvanecen. La mañana se abre. El pleno azul del mar amanece del todo.

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