Foto: Ricardo Rubio/Europa Press

El último dragón de la literatura

Se ha muerto el Dragó puesto de literatura en pelotas y polémica. Culto, inteligente, rebelde siempre, con el mundo por montera todo lo que le vino en gana  y con una sonrisa entre la del conejo de Alicia, manipulador de tiempos, y la del pícaro travieso que no siempre robó el queso del laberinto. Pero al menos se chupó los dedos de su aceite.

Se ha muerto el dragón seductor de ninfas con ojos de porcelana y de deseo, dueñas del manantial de la eterna juventud, de cuyo íntimo elixir presumió embriagarse voraz y tántrico, también lo que le vino en gana.  Unas veces con sonrisa gamberra del gato de Cheshire, algunas como espía descreído de Graham Greene con ojos de Shanghai, y otras bravucón y machista como cuando con la cara enmerengada, en una presentación donde le escupieron pasteles,  sereno y en guardia ofreció blasfemo el número de su habitación de hotel para una noche de dulce.

Sánchez Dragó con Francisco Umbral y Camilo José Cela (Foto: Archivo ABC)

Se ha muerto el Dragón de la última camada grande en la que formó dandy de corbatas y gafas de leer piernas de cerca y literatura resuelta, espadachín del arte de bramar lo que le vino en gana junto con Camilo José Cela y Francisco Umbral. Qué aprendiz de escritor y de don juan no hubiese pagado en aquellos años más libertarios de todo una noche lazarillo, políticamente incorrecta en compañía de los tres mosqueteros de nuestras letras. Cada uno con sus negritas, amos de la colmena que se decía España y que ellos se pasaban por la entrepierna con temperatura de jabatos, críticos ácidos, socarrones de salón y sabedores de levantar ampollas y mucha caspa.

Fernando Sánchez Dragó antes de entrar a uno de sus programas

Se ha muerto el Dragó que se persiguió a sí mismo como personaje ácrata de Kerouac y de  Salvador Pániker, y como periodista nómada por Italia, Japón, Senegal, Camboya, Marruecos, las guerras de los días, los golpes de mano de las noches sin bandera blanca, las tabernas donde la muerte y la vida, cada cual con sus brazos tatuados, se echaban un pulso y la ganadora corría con las copas de las que Fernando ya se había bebido la primera. Y a por la penúltima regresaba de las radios, de las crónicas a caballo de cuatro dedos, con la medalla de su madre como un talismán al cuello y un sueño de legionario.

Lo entrevisté de joven en el Café Comercial de Madrid, abducido por Gárgoris y Habidis, una novela subterránea con raíces de antropología y literatura, experimental y mestiza, y le recordé sus años de desenfreno en el Torremolinos de los sesenta donde desembarcó para follar y escribir. Las dos aventuras existenciales que movieron el corazón que hoy se le ha partido a dormir a orillas del Duero. En la Soria de la que nunca ha dejado de ser un amante a solas. Y en  cuyo refugio se sanaba del LSD de la vida, de la literatura, de las mujeres que lo dejaban y de sí mismo. Tan Stevenson y Zaratrusta, qué poco machadiano. Extravagante en sus últimas derivas de ideología parda, empeñado en continuar siendo un revolucionario outsider de todos los desencantos.

Lo reencontré sonriente en su eterno gesto, a finales de los 80 con uno de sus libros en el Pimpi de Málaga –décadas más tarde a su puerta brindaríamos con Manuel Alcántara las paces entre Quintero el loco, su amigo de egos, y Alsina de Onda Cero en un congreso de periodismo de la Fundación- después de haberme imbuido de su capacidad de entrevistador leído en Encuentro con los libros– donde ejerció de injusto verdugo con Jesús Ferrero, al que seguiré defendiendo de aquel mediodía-, en Negro sobre blanco, en El Faro de Alejandría al que me invitó a conversar inteligente sobre uno de mis libros, y acerca de cuáles eran mis fuentes del Nilo. Programas los suyos de una televisión pública que ya no existe, en los que aprender a ser lectores con ojos de halcón, de su mirada de crítico lúcido en la punta de los anteojos, curtido en sus propios juicios y no en los de los diccionarios de citas, admirador de el lenguaje que tenía fondo y agarre, aunque tuviese aroma rancio de maldito, en lugar  de expresiones y análisis de todo a cien.

Fernando Sánchez Dragó en los estudios de Onda Cero

En muchos Premios Planeta nos invitaba generoso al aperitivo a los periodistas –lo mismo que otros dos maestros de averiguar los ganadores, como Antonio Prieto y el gran Bernáldez de Sevilla- de los que nos divertía su irreverencia risueña y felina, su bagaje de conocimiento, el sarcasmo del que ha lidiado con los grandes, con los locos, los impostores,  y con la performance improvisada de Fernando Arrabal en la noche ebria de surrealismo en la tele donde Dragó jugó a ser Bernard Pivot pero en versión enfant terrible. Junto con el sabio andaluz antes nombrado, nos regalaban lecciones de un periodismo cultural que cultivó con sello propio, independiente de géneros, de modas, y de aduladores de corta y pega, y que hoy en sus tribunas apenas exige experiencia, conocimiento, inconformismo, estilo y una pasión que no sea de supermercado.

En las veladas de ese premio y de otros bebí con él en varias barras literarias en las que se impacientaba al empinársele la viagra, mientras sus jóvenes amantes se besaban las risas y las tentaciones con su beneplácito hasta la orden de subirse para arriba. Y en controversia opuesta con las fobias de sus proclamas y argumentos – los últimos en favor de Vox como antes lo fueron del PP, de José Antonio, e igualmente encendidos de Jung, de María Zambrano, de Maigret y de su amigo Escohotado- admito que tuvo Dragó ese coraje del intelectual inconveniente con todo y molesto para tantos, provocador para ver reacciones de la hipocresía. Audaz en los límites y en su bandera sin pernada, nunca esquivó batallas ni ruedos y de sus ideas hizo volcanes, recetas de sexo, monólogos narcisos, militancias subversivas, arenas movedizas, siempre decidido a varear las cabezas dormidas, y a ponerle a todas las políticas las enaguas y las máscaras de vuelta y media, con ese talante tan suyo de decirlo todo con conocimiento de causa, gusto opositor de bronca y como le vino en gana. Aunque últimamente estuviese bastante pasado de rosca.

Se ha muerto el dragón Dragó que de todo estaba de vuelta, menos del camino del corazón.

Negro sobre blanco, buen viaje corsario. Tu río amarillo es muy largo y como bien sabes los personajes nunca mueren.

Imagen de archivo de RTVE

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