Hume

Dylan Thomas nació en Gales. Escribió poco pero, como él dijo, la poesía debía ser como el acto del orgasmo al copular. A los cuatro años recitaba de memoria Ricardo Segundo de Shakespeare. De joven redactaba esquelas para un periódico local. A los pocos lectores que las leían les encantaban esos obituarios por su musicalidad. Murió escribiendo una obra para Ígor Stravinnsky. Bebió hasta que el oxígeno no le llegó al cerebro. Una joven danesa afirmó que un tipo muy borracho le entregó un libro y le habló de un amor fallido, antes de caer a las vías de la estación Van Cortlandt Park, Nueva York. Tenía 40 años. Cuando yo intenté matarme bebiendo, esnifando, fumando explosivos, metiéndome en la boca cualquier pastilla de colores con la que me cruzara y bombas en forma de ojivas por el culo, tenía su edad.

CAPÍTULO 3: 174

Cuando Hume reflexionaba se le relajaba toda la cara y se le ponía, así, hacia abajo: los pómulos, la boca, la frente. Se le ponía cara de tonto. De tonto Hume. Y se reía de él. Toda esa gente que se creía lista y linda y muy especial se reía de Hume. Pero este tonto descubrió que cualquier conocimiento emanaba de la experiencia sensible. Sin ella, sin la experiencia sensible, no se podía alcanzar el entendimiento de nada. La experiencia sensible era el manantial del saber y el conocimiento. Y, ahora, todos los doctores en historia y los catedráticos en filosofía se devanan los sesos decidiendo si este al que llamaban tonto en clase era un escéptico o un naturalista o de qué coño estaba hablando. En Edimburgo hay una enorme estatua cincelada en bronce con un enorme dedo pulido y manoseado saliendo de un enorme pie. Es de Hume. Y la gente linda y graciosa lo besa y lo toca, pensando que le hará inteligente. Y, es muy probable, que toda esa gente se ría de los feos y lo bese con mayor fruición porque, en el fondo, sabe que es tonta. Y que, jamás de los jamases, tendrá ninguna experiencia y, muchísimo menos, sensible, que era de lo que hablaba Hume.

Yo sé que nunca tendré ninguna otra experiencia sensible, al igual que sé que me importa un comino.

La sinestesia me enseñó a callar. Un día le dije a mi padre que, a veces, olía colores, veía música y cuando rozaba determinadas texturas me llegaban sabores al paladar. Levantó la cara del televisor y puso una cara tan tan tan rara que, desde entonces, decidí callarme. Mi padre era un tío austero, trabajador y cargado de prejuicios. Yo me sentaba frente a él y lo escuchaba, guardando silencio. 

Desde pequeño desarrollé una violencia inusitada porque el mundo circundante me parecía caótico y para nada indiferente. Ojalá lo hubiera sido. Ojalá el mundo me hubiese ignorado. Nunca lo hizo. Soy hijo único. Huérfano. Nadie me ha dicho qué pasó con mi madre. Por qué no la conocí. Qué le sucedió. Un mundo tabuizado bajo toneladas de hostilidad. Sin embargo, el mundo sí se ha encargado de recordarme lo que soy, mi condición de apestado. Porque, a la salida de aquella biblioteca pública de barrio, tres almas cándidas me zurraban la badana, me robaban y toda la maldita pesca. Y porque cuando mi padre o profesores me preguntaban qué me había pasado, o bien callaba o bien decía que había sido jugando al fútbol. Y porque en una de estas, estando medio grogui, escuché que dos de ellos le dijeron al otro «Tío, para ya. Déjalo en paz». Y, entonces, comprendí. Y, entonces, esperé. Y, entonces, un mediodía le desfiguré la cara con una piedra al cabecilla. Y, entonces, ya nadie se atrevió a decirme nada. Aunque, para entonces, la mancha me persiguió para siempre. Ni frotando un millón de años sería capaz de limpiar aquel lamparón espiritual. 

¿Alguno de ustedes conoce esa sensación? Resulta reconfortante contemplar como un enemigo se va hundiendo cada vez más con el paso del tiempo. Se siente placer. Un placer inocente. Incluso hoy, cuando ese hombretón se cruza conmigo por la calle, me mira como si se encontrara a belcebú paseando, con sus ojos sin pestañas, muy abiertos, las piernas fallonas y esa repugnante jeta deforme, que parece un planisferio.

Los jónicos hablaban con metáforas. Y lo hacían para no herir la inteligencia de la persona que tenían enfrente. Unos tíos serios y respetuosos. De campo. Tales, Anaxágoras, Anaximandro, Heráclito. Menuda fauna. Y fueron tan serios y respetuosos con las otras personas que no necesitaban echar mano de un lenguaje macabro, oscuro, impertinente. No daban consejos a gente que no los pedía, aunque quizá los necesitaran, ni relataban sus vidas personales constantemente, las trasgresiones falsas, todas aquellas lesiones contra seres bienintencionados que creían con castidad en el amor. El mundo se ha olvidado de los jónicos pero, ¿alguien puede estar tan chiflado como para preocuparse de verdad por el devenir del mundo? Exacto. Cientos de millones de seres humanos deficientes, malcriados y diabólicos nos venden su bondad como si se tratara de un peine. 


Algún día viviré en esas islas. Y jugaré con el lenguaje y lo convertiré en enigma. Y nadie me entenderá. Y me importará un bledo. Y convertiré el tiempo en un kairós. Y cada instante será el espejo de lo anterior y lo venidero. Y me estremeceré ingenuamente ante cada revelación. Y recuperaré el respeto por lo viejo, lo desechable, lo usado. Y así no sentiré vergüenza al hablar. Y bautizaré cada concepto de nuevo. Y le arrancaré la piel a trizas a quien trate de transformarme a su imagen y semejanza. No soy buena persona. Soy malvado. Eso lo sé de sobras. Soy una bomba humana. Podría matar a cualquiera. Siempre que se lo mereciera, claro. 

¿Alguna vez le han arrancado los ojos a una persona con sus propias manos? No es tan fácil como parece. Requiere fuerza. Llega un momento en el que, para conseguirlo, has de plantar un pie en la frente y tirar fuerte, tanto que luego cuesta lo suyo no caer de espaldas. Hagan la prueba. Después uno llega a conclusiones útiles. Solo cuando le has arrancado los ojos a un ser humano que chilla, sabes hasta dónde pueden llegar los pulmones y para qué sirven los dientes. Hay cosas que no es posible arrancar solo con las manos. La naturaleza no es tonta. Los tiene bien puestos. No se anda con remilgos. Solo si seguimos sus órdenes, nos hace sentir consuelo. Ese consuelo que el ser humano se empecina en buscar de otros modos, pero que no encuentra. Toda vez que te sientes consolado por la naturaleza, llegas a darte cuenta de hasta qué punto necesitabas consuelo.

Hubo un tiempo en el que estaba volviéndome loco. Ahora me estoy muriendo. Todos creen que los buenos son buenos. No es que crea que esto no es así. Sé que esto no es así. Los buenos son, sencillamente, unos cobardes que se apoyan en la ética como mecanismo social para controlar a los valientes. Y una vez que la visión te ilumina, ya no hay marcha atrás.

Ni siquiera ingresándome voluntariamente en un centro de salud mental conseguí volver. Lo intenté. No hubo éxito. Era la naturaleza. La naturaleza está loca. Ella es la que tiene que dar con sus huesos en un manicomio. No yo. 

 

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