La Biblioteca

Nikola Koljević nació en lo que ahora es Bosnia y Herzegovina. Profesor de la Universidad de Sarajevo, fue el mayor especialista de Shakespeare en la antigua Yugoslavia. Sus alumnos musulmanes, entre los que había íntimos amigos suyos después de sus graduaciones, jamás atisbaron el menor indicio de prejuicio racial en él.  Un tipo afable, educado y altruista con las minorías étnicas. Escribió ensayos y tradujo obras, principalmente. En 1990 fue elegido como uno de los representantes serbios de aquel partido único de la jefatura de Estado de Bosnia y Herzegovina.

Desde pequeño vivió eclipsado por su hermano mayor, destacado ensayista de la poesía épica serbia. Su hijo murió en un accidente justo antes de la guerra contra Bosnia. Dos años después de su ingreso en política fue nombrado vicepresidente de la República Srpska.  Unos meses más tarde dio la orden de bombardear con fósforo blanco la Biblioteca Nacional y la Universidad de Bosnia y Herzegovina, por lo que fue condecorado con la más alta orden de la República.

Según sus propias palabras, su vida era una «tragedia shakespeareana, con él como protagonista de la función». Resulta tan sencillo juzgar sus actos como entender sus motivaciones. Si yo hubiera tenido el poder necesario tras lo que me sucedió, no hubiera bombardeado una biblioteca; hubiese arrasado el planeta entero hasta no dejar ningún ser con vida sobre su faz. El 16 de enero de 1997, Nikola se pegó un tiro en la cabeza. Tenía 60 años.

CAPÍTULO 2: MI MUJER

Como hacía un tiempo espléndido, decidí almorzar en un chiringuito. El día era soleado y brillante y un pelín ventoso para que no te achicharraras de calor. De modo que como hacía aquel buen clima, había muchas palomas alrededor de las mesas dispuestas sobre la arena. Picoteando por aquí, cabeceando por allá, con sus relucientes, metálicos colores verdes y morados del cuello, apareciendo y desapareciendo de un modo intermitente y aquellos andares patosos. A lo lejos se acercaba una mujer corriendo con su perro suelto al lado, haciendo ejercicio. Un perro estupendo, musculoso pero enjuto, de estos de caza, con todo el morro y parte de la cabeza negro y el cuerpo blanquísimo, con leves motas oscuras en el lomo. 

Yo estaba allí, sentado plácidamente, observando la comida y el mar; y las cenizas encima de la comida y el mar; y las cenizas y la sangre encima de la comida y el mar; y las cenizas y la sangre y los pelos encima de la comida y el mar; y las cenizas y la sangre y los pelos y la bilis encima de la comida y el mar; y las cenizas y la sangre y los pelos y la bilis y la primera colilla encima de la comida y el mar; y las palomas y ese maravilloso perrazo que, al pasar junto a mi mesa, de súbito, se abalanzó sobre el grupo de pichones, alcanzando de muerte a uno. Así. Tal cual. En un tris. Visto y no visto. ¡Pum! Cuando quise darme cuenta, la paloma yacía muerta en la arena, ensangrentada. Y el perro con la cabeza ladeada y la lengua toda roja y espumarajeada, observando su presa con lironda curiosidad. 

La dueña, como era de esperar, acudió al encuentro del cadáver y activó el protocolo social. «Buby, ¡malo! ¡Eres malo! ¡Eres un perro muy malo!». Amonestando, pero sonriendo. Y, como otra vez era de esperar, dirigió su alegre mirada hacia mí, buscando coba, aunque yo la recibí con una profunda hostilidad. «Vaya. Lo siento. ¡Este perro mío!».

-Señora, tendría que tener usted a su perro amarrado, si es capaz de ir por ahí matando palomas -le dije, secamente.

Creo que ni siquiera le molestó que le diera indicaciones sobre cómo tratar a su perro. En el fondo creo que le molestó que le llamara señora, ya que tendría mi edad aproximadamente. Un rumano, con una barriga que parecía la campana de Gauss vertical, desgañitaba su violín. Una necedad refrescante que me infundió determinación.

-Mi perro no va por ahí matando palomas. ¡Qué se cree usted! -me respondió, visiblemente afectada, llamándome de usted para equilibrar el asunto cronológico.

-Bueno -repliqué, desabrido-, pues al menos hoy ha matado a una.

El camarero había llegado y los guiris, en su mayoría, a tenor de los torpes comentarios y carraspeos, creo que estaban de mi parte.

-Bueno, pues ya está hecho -justificó-. ¡Qué quiere usted que haga! 

-Pues que tenga la decencia de, al menos, meter a la paloma en una bolsa y tirarla a la basura -respondí, conciso-. Señora – añadí.

No era necesario enterrar a una paloma con honores de Estado -la desorbitada cantidad de seres vivos que mueren a diario a causa de otros seres vivos-, pero a cuenta del altercado es que, además de parecerme lo más correcto e higiénico, resulta que me gustan las palomas. He de ser una de las pocas personas que sienten una honda simpatía por estos animales, que habitualmente se les llama ratas aladas o cosas aún peores. El camarero llegó con una bolsa, la mujer metió el fiambre en ella, la tiró a un contenedor y se largó, correteando, recapitulando con Buby lo acontecido a voz en pescuezo, lo malo que había sido, pero sin atarlo, pese al crimen que acababa de cometer. 

Apagué la tercera colilla en el plato de comida y sangre y cenizas y bilis y pelos y miré al mar. Llamar Buby a un perrazo de caza, en lugar de Hércules, Pegaso o, qué se yo, Bucéfalo. Como si fuera un niño pequeño o un dibujo animado. Así de imbécil es para mí la humanidad posmoderna y progresista. Desde nuestra obligación de tratar con amor al resto de animales hasta los derechos de estos mediaba un largo desierto. El que iba desde Kant a Disney.

 

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