La floristería

Segunda entrega de ‘La tiranía de los cobardes’

Estuve allí, sentado en las escalinatas de la clínica radiológica, contemplando la escena largo rato, como ralentizada, como entre brumas, en aquella duermevela de conciencia, hasta que la señora y el perro se desvanecieron de mi atención sostenida. Entonces lo supe. En aquel momento preciso. Supe al instante que me acababa de comer un tripi caducado y que a partir de ahí -la señora raquítica, el chucho camorrista olisqueando el suelo como un cocainómano- yo iba a empezar a cometer errores. Lo supe nada más colgar. Cagadas. Una tras otra. Me sentí triste, poderoso, feliz y flojo como un pedo siseante. Todo a la vez. Limpié los bajos de los pantalones de cenizas y me levanté. Solo una vez antes había sentido un asco similar.

-Me gustaría ser un perro -pensé-. Los perros nunca se quejan. No tienen neuras. Les cortas una pierna y siguen adelante.

Crucé la carretera, me senté en la terraza de una cafetería y encendí un cigarro con la colilla del anterior, mientras esperaba a Antonio. Si no les informo de lo contrario, estaré fumando todo el rato como Puccini. También gruñiré, tendré espasmos nerviosos, escupiré, rezongaré, temblando enloquecido, lavándome el rostro con saliva, tomándome la temperatura cada dos horas; pero todo eso será después. El mantel me raspaba por encima de las rodillas. 


Al lado de la cafetería había una floristería. No sé si mientras ustedes mueven sus pupilas de izquierda a derecha seguirá abierta. La propietaria era una joven rubia, de sonrisa amable y piel muy morena. Una vez compré allí unas margaritas. Estaban todas muy lozanas y abiertas, así, como polluelos. Al mes habían muerto. En otra ocasión compré orquídeas. Blancas y rosas. Majestuosas. En el interior de los pétalos parecía que hubiese una cara. Mirándome. Se fue mustiando hasta que terminó por fallecer en dos semanas, con un rictus de angustioso sufrimiento. También compré allí, en aquella pequeña tienda que tan bien aprovechaba la acera como escaparate, romero, lavanda, un pino en miniatura y unos geranios. El romero y la lavanda bien. Un carácter duro, resistente, con un rostro perfumado, pero feroz. El pino enano, ahí ahí, no sé yo qué opinar de aquel liliputiense pino de marras. La verdad. A los pinos acondroplásicos les pasa un poco como a los geranios, que están ahí, que parece que se mueren, pero que no terminan de diñarla. A veces florecen, rutilantes, pero al poco se vuelven a marchitar. Me vacilan. Están en el limbo. En el ribete del limbo. Mi terraza tiene ese qué sé yo, que pone las cosas difíciles para las plantas. O quizá sea yo, que no les hablo, ni las cuido lo suficiente, como hacía mi mujer. Todo ha empeorado sensiblemente desde que ella murió.

Algunas mañanas, bien temprano, la florista ya estaba allí. Y el cielo plagado de manchas negras que aleteaban, veloces como la luz, descansando de vez en cuando en las trémulas copas de los ficus. Las florecillas de la tienda aún parecían húmedas de rocío y los naranjos veteados de tenue claridad. Si hubiera tierra, en lugar de cemento, plástico y acero, estaría tierna y cálida. Y habría caracoles, quizá. Y polen de lilas y parras y lechuzas y golondrinas y olivos salvajes y no tanto gato famélico. Ya no se escuchan cigarras donde nací. Ni hay camaleones. Solo estiércol de chatarrero.  


Porque cuando yo era pequeño, algo más que ahora, había una barbaridad de camaleones, muchos, una obscenidad, por todas partes. Con aquellos ojos de besugo que se movían de un modo autónomo. Lentos, con la panza abombada y esa lengua larga y certera. Los viejos saurios. Y las chicharras envolvían con su ruidoso chirrido los mediodías. Y también había platanares y algarrobos y navajazos entre críos sucios, revoltosos y achaparrados por la prematura vida adulta. Y no había playa en las afueras. No. Solo rocas y una pequeña cala de piedrecitas donde nos pringábamos de alquitrán sin que ningún puto ecologista de los cojones nos diera la tabarra. Todo era ruidoso e inmundo, terco e injusto y violento. Muy violento. Nadie se atrevía a dar la maldita brasa con discursitos morales, como ahora, que todo el mundo parece tener una líquida vocación de sacerdote social burgués. 

El sol surgía del horizonte esmaltado y se ponía en aquel enigmático lugar de colores infernales. Y, entretanto, nos tirábamos piedras y nos insultábamos y nos pegábamos y, después, nos reíamos. Éramos brutos, inmaduros. Unos perros de mierda. Leales y sin luces. Con aquella capacidad inagotable para reírnos de las desgracias que nosotros mismos provocábamos. 

Cada mañana saludaba a aquella muchacha que ahora observaba desde la orilla opuesta de la carretera. Esforzada y disciplinada y laboriosa y pensaba en Napoleón. Según dicen Napoleón llamaba a Inglaterra, de un modo despectivo, «nación de tenderos». ¡Nación de tenderos! ¡Nación de tenderos! -gritaba, mofándose, aquel grotesco imbécil con un cojón lleno de agua. Mirando a la vieja y liberal Inglaterra por encima del hombro. Mi padre fue tendero. Pasó parte de su infancia en una casa con el suelo sin asfaltar, vendiendo jabón y pasándolas tiesas. ¡Nación de tenderos! Echo de menos a mis padres. Echo de menos a mi mujer. Podría vivir en un campo de concentración, realizando trabajos forzados de sol a sol hasta el fin de mis días, con tal de que mi mujer estuviera viva en alguna parte del mundo, lejos de mí. Cuanto más alejada de mí, mejor. 

Aquel tono de reproche que tenía Kafka al hablar de su padre. ¡Menudo farsante, aquel judío blandito, feo y narigudo, que siempre andaba ofuscado sin motivos! Si Kafka hubiese nacido en el barrio donde eché los dientes de leche, no hubiera escrito una sola palabra. No lo hubiésemos permitido. Le hubiéramos rebanado el pescuezo, cocido morcilla con su sangre judía y arrojado a los cochinos.

No te pierdas la primera entrega:

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