Los enemigos de Málaga (I)

Apreciado director. Permítame la debilidad de relatarle en pocas líneas mi feliz infancia. Tuve la suerte de pasar los veranos en el cortijo de mi abuelo, sumergido en la rica naturaleza del bosque mediterráneo y de los cultivos de secano. Allí aprendí a amar la fauna que convivía con el ser humano: palomas torcaces, tórtolas, zorros, zumayas, totovías, abejarucos, abubillas, ginetas, mochuelos, búhos, gavilanes, perdices y un sinfín de seres que excitaban mi imaginación infantil. En septiembre me extasiaba ante el planeo de las rapaces que buscaban el Estrecho para viajar a las praderas de África, y cada vez que el abuelo me enseñaba el nombre de un pájaro o cualquier otro ser vivo, animal o vegetal, se acrecentaba mi amor por la naturaleza.  También aprendí a cazar, cuando el conejo y la paloma eran la proteína de la que nos nutríamos en el campo.

Me familiaricé con las flores amarillas de las aulagas, el mejor combustible para los hornos de pan; a encontrar los escorpiones debajo de las piedras calizas, y a distinguir de noche el aroma del romero y el tomillo, reconocer el canto de toda la fauna nocturna, y sorprenderme de día con las flores lilas de los matagallos. Aprendí de mi abuelo que no debíamos dañar los enebros, porque bajo sus ramas, la perdiz protegía sus polluelos del gavilán; y que existían pájaros que no debían cazarse porque carecían de interés cinegético. Y con las primeras lluvias, buscaba caracoles con los que mi abuela preparaba un arroz exquisito. Algunas veces, me llegaba hasta el cercano mar, y, buceando, admiraba la coreografía de los bancos de peces y la belleza de corales, algas y anémonas.

EMIGRAR ES PERDER LA INOCENCIA

Pero un día perdí la inocencia. Y aprendí de golpe qué era desarraigarse, para trabajar de Maestro en Barcelona porque pocos catalanes querían ejercer un oficio tan mal pagado en tiempos de la Dictadura. Cataluña se llenó de Maestros y de mano de obra de todas las regiones pobres de España. Porque hay algo peor que el desarraigo: es el hambre y el temor a no poder dar a nuestros hijos una vida mejor que la nuestra. Era el horizonte que aparecía ante los hombres y mujeres que vivían en los pueblos andaluces.

Así que nuestros emigrantes, un millón entre 1.950 y 1.973, aprendieron que, más allá de su tierra existía una sociedad en la que se valoraba a quienes eran capaces – gracias a su ingenio o al ahorro de las generaciones anteriores-, de crear una empresa y hacerla crecer. Y aprendieron a amar la cultura; e imitando a los catalanes, dejaban a sus hijos dos horas más en la Escuela, fuera del horario escolar. Gracias a eso, los maestros ganábamos mucho más que en Andalucía y a aquellos niños se les abrían nuevos horizontes, que ya no estaban sólo en las fábricas en las que trabajaban sus padres.

Un venturoso día de noviembre de 1975, el Cazador del Pardo, fue llamado a la presencia de Dios. Y aparecieron algunos profetas que nos enseñaron cómo un millón de andaluces tuvieron que emigrar a Cataluña; y quinientos mil más a Alemania y a otros países de una Europa que nos deslumbraba con una sociedad de la que nosotros nos habíamos visto privados: elegían a sus gobernantes, leían periódicos o veían televisiones que hablaban críticamente de sus propios gobiernos, y compraban libros y revistas que en España habían estado prohibidas. Porque los autócratas y algunos profetas, lo primero que nos dicen es que saben lo que nos conviene y que, para pensar, ya están ellos. Autócratas, profetas y políticos populistas coinciden en apropiarse la representación de todos nosotros, y dictaminar sin titubeos qué nos conviene como sociedad y como individuos.

VERDE, BLANCA Y VERDE

Los nuevos profetas también intentaron convencerme de que el atraso de Andalucía se debía a los “caciques y a los terratenientes”. Y así aprendí que un terrateniente es el que tiene una finca de más de 250 has… ¡250 campos de fútbol! Y que había gente que era dueña de media Andalucía o de media Extremadura. También nos aseguraban que, acabada la Dictadura, el millón de andaluces que vivíamos en Cataluña teníamos el “derecho al retorno”, porque nuestra tierra volvería a ser una de las regiones más ricas de España. Y que si no lo era en ese momento toda la culpa había que atribuirla a la Dictadura, a los caciques y a los terratenientes.

La democracia haría desaparecer a todos ellos y, “Andalucía por sí y por la Humanidad”, volvería ser el país o la nación que deslumbraría de nuevo al mundo por su Cultura y su Economía. ¿Cómo extrañarse que la primera bandera que pusiera en mi Seat 124 fuera la verde, blanca y verde que era el símbolo de la maltratada patria que un día abandoné?

En Cataluña pude oír por primera vez a líderes nacionales como Carrillo y Felipe González. E incluso a Manuel Chaves, que entonces actuaba de telonero. Y en un polideportivo de Tarrasa, mi pueblo adoptivo, -en el transcurso de un mitin de Felipe y de Joan Raventós,- fui testigo del desgarro socialista, dividido su voto entre los emigrantes que desconocían la lengua catalana y los catalanes de ocho apellidos que, contra todo pronóstico, auparon a la presidencia de la Generalitat al doctor no ejerciente Jordi Pujol i Soley, un 20 de marzo de 1980.

ANDALUCÍA YA NO ERA LA QUE DEJÉ

La nostalgia, y la convicción de que en Andalucía habría nuevas oportunidades para toda la familia, me hizo regresar. Antes de volver ya me había convertido, – entre mis amigos catalanes-, en un propagandista de la belleza de nuestras costas, de los paisajes del interior, del encanto de nuestros pueblos, de la simpatía de nuestros paisanos. “¿En qué lugar de Europa podéis ver un paisaje de caña de azúcar o de chirimoyos, bañaros en unas aguas cálidas ya en marzo, y al día siguiente subir a esquiar a una Estación de Esquí desde la que podéis contemplar el Norte de África?”, les decía, con el entusiasmo de un neo converso.

Pero algo había cambiado en la Andalucía que había dejado quince años antes: la gente que conocí en mi adolescencia habían abandonado el cultivo del almendro, del olivo y de la vid. Era raro encontrar un pastor con su piara de cabras u ovejas, y los pueblos se habían despoblado para ganancia de las capitales de comarca dónde existían oportunidades educativas y laborales en un sector que, con el tiempo, se convertiría en la columna vertebral de la economía andaluza: LOS SERVICIOS.

Agotada la demanda de mano de obra andaluza de las regiones industriales ricas como Cataluña o el País Vasco, el turismo se había convertido en el refugio laboral de quienes ya no verían emigrar a sus hijos, ocupados en nuevos empleos que ni podíamos imaginar en 1960.

Pero hoy, querido director, élites impregnadas por la nostalgia de la flor del almendro, de los rojos corales y del canto de la perdiz, señalan a los nuevos enemigos de Málaga y, por extensión, de toda Andalucía.

Pero de estos ‘enemigos’, si su generosidad y la de los lectores de su revista me lo permiten, le hablaré otro día.

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