Manicomio

Giovanni Papini nació en Florencia. Pasó de ser ateo a agnóstico y, luego, a ultracatólico. Dedicó su Historia de la Literatura Italiana a Benito Mussolini. Escribió Gog. Un libro que constaba de setenta entrevistas realizadas en un manicomio. Gog era un multimillonario hawaiano que habló con Einstein, Freud, Henry Ford y Ramón Gómez de la Serna -entre otros- en aquellas audiencias de aquel psiquiátrico. Gog es una de las mayores críticas a la civilización y a las enfermedades de la política económica que jamás se ha escrito. Sicilia no es consciente de ser Gog. Italia ha olvidado a Papini. Murió ciego, mudo y paralítico, tal y como quedé yo cuando ingerí la quinta dosis de quimioterapia oral.


CAPÍTULO 7: EL MANICOMIO

Yo era el primero en despertarme del edificio. Antes incluso que los enfermeros. Las camas me queman. Desde siempre. No importa que me sepulten bajo toneladas de química ansiolítica e hipnótica. Las camas son mi enemigo íntimo. Mis dos compañeros de celda roncaban en aquella implosión que provocaba un sonido parecido a un cuenco tibetano macabro y pantagruélico. De puntillas alcanzaba el baño, cerraba la puerta y la atrancaba con una cuña que escondía dentro de la cisterna. Me hacía una paja rápida pensando en el primer plano del coño de mi mujer muerta. La pornografía no es lo mío. Mientras esperaba a que el pene se me vaciara del todo para poder ducharme, fumaba un par de cigarrillos encuclillado en la ventana, observaba mi rostro en el espejo, cagaba y estructuraba el día en mi cabeza. 

A primerísima hora tocaba representación teatral ante la psiquiatra, mientras la cola de pirados iba desfilando por la ventanilla de recepción, de modo que cuando mi exhibición dramática tocaba a su fin ya no había nadie esperando nuestra ración de pastillas, paquete de cigarros y tres euros diarios. Los cigarrillos eran importantes. Los cigarrillos eran lo más importante allí dentro. Se conseguían mamadas, cartas de amor, recomendaciones personales, extensiones de permisos, pastillas de colores, cafeína, almohadas, mantas, obtener el rescate de tu ropa interior y que volviera sana y salva tras ser raptada. Yo solo los usaba como salvoconducto para realizar llamadas telefónicas al exterior que orquestaban el mayor emporio del crimen del sur de Europa.

Luego desayunábamos en tres turnos. Mi grupo era el de los enfermos mentales profundos. No tenía roce alguno con un ser humano de mente medianamente estructurada. Todo eran babas, gritos, manías, peste, asco, eructos, miradas extrañas, violencia, malas intenciones, vómitos, balbuceos, grasas en el abdomen, brazos delgados y tetas masculinas, uñas largas y negras, semen, incipientes rajas de culo embarrado. Sorbía leche grumosa mientras miraba un agujero de la pared, mantenía la mente en blanco y me aislaba de todo aquello. Aquel agujero lo hizo un taladro que tocó pilar. Desde entonces nadie había reparado en él. 

A toque de silbato saltaba de mi silla como un atleta de los cien metros lisos, tiraba el desayuno impoluto a la basura, sorteaba pellejos rellenos de carne podrida vestidos de blanco y salía al patio. ¿Han visto alguna vez un documental de National Geographic sobre babuinos? Decenas de monos pirados dando vueltas en torno a una piscina sucia y estancada. Unos hablando solos a voz en pescuezo, otros peleando entre ellos a cada instante. Las agresiones, robos, insultos y asaltos sexuales eran incesantes y diarios. Aquella era la chatarra humana averiada, los desvaríos de una especie animal significativamente repugnante, ruidosa, rebelde y obsesiva. Yo andaba entre ellos como un fantasma. Mi vida en el manicomio consistía en ir de aquí para allá disimulando que estaba ocupado en esto y aquello cuando, en realidad, me encontraba rebosante de vacuidad.

Cada día había talleres artísticos, de memoria, expresión emocional y esas mierdas, a los que debía asistir. Como dije antes: el truco era aparentar estar allí todo el rato sin estar, hasta que los megáfonos requerían mi presencia en la consulta de psicología. Aquel era el mejor momento del día. Mi psicólogo era un tipo alto, enarcado, simpático y razonablemente optimista. Nunca hasta entonces nadie me había ayudado. Hasta que nuestros caminos se cruzaron, yo desconocía la sensación de importar a alguien, el valor de una mano anónima tendida ofreciendo ayuda, cariño y altruismo. Además, podía hablar de todo, de cualquier cosa, sin miedo a ser juzgado. Tampoco estaba acostumbrado a aquella libertad que se me brindaba.

-¿Has tenido alguna vez esa sensación, Aron?

-Pues no. Supongo que no. Bueno, alguna vez sí. Supongo que todos la hemos tenido en algún momento. ¿Y tú? Bueno, no me lo cuentes.

-Hermano, te está cayendo encima una montaña de mierda.

-Lo sé, tío. Ya lo sé. No puedo evitarlo. No quiero evitarlo. Deja que el viejo se me cague encima.
Y me miraba con aquellos ojos oscuros del mediterráneo profundo. Él me sostenía. Era mi único refugio. Con el correr del tiempo se forjó una sólida amistad entre nosotros. Tan fuerte como inexplicable para mí que el mejor momento de mis días llegaba con aquellos altavoces resonando en el patio de un manicomio: «Aron Rothman, Aron Rothman, acuda a la consulta del Doctor Luis Marí-Beffa».      

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Entrega 2. La floristería
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Entrega 3. La muerte ya está aquí
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Entrega 5. San Agustín

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Entrega 6: Pornobanús
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Octava entrega de ‘La tiranía de los cobardes’La Calma Magazine

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Virginia Woolf

Decimoséptima entrega de ‘La tiranía de los cobardes’La Calma Magazine

Calzado cómodo’ Si tienes una piedra en el zapato, párate y quítate la piedra. El blog de Luis Mari Beffa https://luismaribeffa.com/

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