Mate

-Cuando juego al ajedrez no veo las fichas. Veo líneas.

El director del sanatorio mental puso la misma cara que había puesto mi padre años antes, justo después de desviar su atención del televisor. ¡Un bebé con dos cabezas, un enano con un pene de medio metro!

-¿No ves las fichas? -preguntó, con ese detestable asombro que muestra el que se topa con una mujer barbuda-. Cuéntame, cómo es eso.

-Verá usted -respondí, de inmediato-. Cuando llegó la primera expedición española a América, con esas enormes carabelas de fondo, cuentan las crónicas que se escribieron en la época que los indígenas no fueron capaces de distinguir aquellas embarcaciones. No sé. Imagine usted que, día tras día, durante millones de años, aquellas generaciones de indios aborígenes contemplaban el mar limpio de objetos, salvaje, infinito. Y un día, de repente -el director del asilo me escuchaba muy atentamente, casi hipnotizado-, aparecen aquellas barcazas enmarcadas de lejos por unos barcos gigantescos con castillos de popa y tres mástiles donde ondeaban velas blancas con cruces rojas y todas aquellas mierdas…

Me detuve en seco.

-No te preocupes, chaval -dijo, con calma, en contraste con mi padre de los nervios.

-Entonces -proseguí-, claro, los nativos americanos no sabían qué era todo aquello, hasta el punto de que, según cuentan las crónicas, insisto, llegó un momento en el que dejaron de verlas. Las inhibieron de su atención, por llamarlo de algún modo. Pues, bien -concluí-, eso es lo que me pasa a mí cuando juego al ajedrez. En la guerra de intercambio de fichas no me importa sacrificar las que sean necesarias, con tal de dejar el tablero limpio como el mar y ver líneas. No sé si me explico.

-Perfectamente -me respondió el director de la casa cuna, esbozando una sonrisa. Aquella sonrisa que yo luego conocería tan bien. Aquella sonrisa a la que nunca me acostumbré. Aquella sonrisa que me provocaba vómitos. -¿Has leído sobre ajedrez?

-No.

-Nuestra institución cuenta con la mejor colección de libros sobre ajedrez del país. Entre nuestros antiguos alumnos contamos con grandes maestros internacionales que imparten talleres de aprendizaje a chavales de tu edad. ¿Te gustaría sistematizar y perfeccionar tu juego para jugar como ellos?

-No.

Mi padre se encontraba al borde del colapso. Yo sabía que no le gustaba mi manera de ser. Jamás le gusté. Me quería y detestaba a partes iguales. Hombre práctico y sencillo. Ambos no sabíamos hacer las cosas de otra manera.

-¿Por qué?

-No lo necesito.

-¿No quieres aprender a jugar mejor?

-No.

-¿Por qué no? preguntó, comenzando a ponerse nervioso. También.

-Porque no va suceder.

-¿El qué no va a suceder?

-Jugar mejor.

-¿Crees que no puedes aprender a jugar mejor al ajedrez?

-No lo creo. Lo sé.

Mi vida comenzaba a adquirir una cierta forma. Un volumen. Las formas y los volúmenes que mi vida arrancaba a alcanzar podían parecer arrogantes, hasta que llegó el momento en el que incluso a mí me dio la sensación de que eran trampas, maldiciones, determinaciones que impedían que pudiera actuar con libre albedrío. Quizá todos seamos tullidos, mutaciones de algo que fue mejor, muchísimo más fuerte. Yo lo era, desde luego. Aún lo sigo siendo. Un minusválido. Mi vida me derrotó, pero más adelante. No en aquel momento. No en aquel lugar.

El director del manicomio de élite se puso, durante unos segundos, a ojear los papeles que tenía encima de la mesa. Rectangular, de caoba rojiza, pulimentada, bien dispuesta, coronando cuatro patas de estilo victoriano, decorada con austeridad. Una larga pluma desembocada en un tintero. Una cajita de música con motivos japoneses.

-Los informes que me han facilitado de su anterior colegio dicen lo siguiente. “Alumno con coeficiente intelectual de 174. Extremadamente inteligente, tanto en las áreas de ciencia como de humanidades. Deportista. Disciplinado. Expediente académico impecable. Reservado. Cuida mucho su aspecto físico. En ocasiones, ha mostrado una conducta violenta fuera de lo normal”.

-Háblame de esto último.

Ese era el punto de fricción. Mi ultraviolencia. Aquella oleada de cólera roja, de ira animal rabiosa y sorprendente que había mostrado desde el nacimiento. Créanme. Con este asunto no deben moverse en lugares comunes. No se confíen. No bajen la guardia. Activen las alarmas. Hagan sonar las sirenas. Podrían perder un ojo; una libra de carne, como el judío de Venecia. En serio. En un abrir y cerrar de ojos un niño colérico, de mirada turbia, podría despacharlos de un tajo en la garganta, de una ráfaga de puñetazos en plena jeta y, aún así, no se acercarían. No bromeo. Habíamos llegado a la inflexión de la entrevista. Y mi padre lo sabía. Me llegó su energía, tensa y afilada como un chuzo de punta.

-Calígula se enamoró de su hermana. Esta accedió a algunas menudencias si cabe pero, básicamente, le dio calabazas. Como era bastante corto de entendederas, pues claro, al no ser correspondido por ella le ofreció la Luna. Y, claro, al no conseguir la Luna se volvió sádico y despótico con sus súbditos y senadores. Y, claro, al no tratar con respeto a las esposas de estos últimos tuvo lugar una confabulación contra él. Un segundo antes de ser asesinado gritó: ¡Estoy vivo!


El director me leyó. Me di cuenta. En su imaginación se proyectaron esos colchones rajados, los electrodomésticos arrumbados, aquellos árboles flacos como heroinómanos de mi infancia, casas de ventanas apedreadas, maletas vacías y destrozadas, alambres de gallinero, el barrido de la luz de los taxis dando la vuelta, sin atreverse a entrar en toda aquella repugnante montaña de inmundicia.

-Veo en tu expediente que tienes grandes dotes para la redacción. Tenemos un periódico escolar sobre literatura, traducido a cinco idiomas. ¿Te gustaría colaborar en su confección, Aron?

-¡Por supuesto! -exclamé, entusiasmado-. Pero le advierto que solo leo a muertos. Los muertos no me pueden engañar, ni darme puñaladas traperas; los vivos, en cambio, sí.

Estaba hecho. El director me tendió la mano y yo la apreté, con fuerza. Lo noté en su cara. Él mismo notó al instante su arrepentimiento. Estaba muy hecho. Disparado como un cohete. Ya no había marcha atrás. Tuve la sensación de que mi corazón iba a arder de un momento a otro. Durante aquellos quince minutos mi vida tuvo aquel halo de seriedad. Pero solo formaba parte de una broma aún mayor. La broma que yo solo conocía. Una mierda de barrio acababa de colarse en uno de los mejores centros educativos de Europa. Y aquella mierda de barrio estaba dispuesta a echarle leña al fuego hasta que el chiste tuviera toda la maldad del mundo.

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