Pornobanús

Creo que muy pocas veces en mi vida me he sentido tan mal. Por algo así, se entiende. En serio. Fue fugaz, todo hay que decirlo, pero en aquel instante, todo mi bagaje vivencial, mi pasado, los errores, los dramas, las heridas sin cerrar, mis fantasmas, cayeron sobre mí, de golpe. ¡El peso del mundo sobre mis hombros! Aquel zumbido, aquel mosconeo casi pornográfico. Caterva de necios. Un crío acababa de descubrir probablemente su primera decepción existencial, acababa de entrar en la estúpida espiral de la lógica adulta, y todo el mundo allí, hablando de ropa, dinero, fulano y mengana. Casi me pongo allí a gritar, entre lágrimas. No bromeo. ¡Me encontraba fatal!

Todos los abriles, antes y después del embarazo de mi mujer, íbamos a pasar una semana a un hotel de un pueblecito de la costa que nos encantaba. Un complejo hotelero tranquilo, plácido, con los bungalós distribuidos caprichosamente entre una fértil y rebosante vegetación, el canto matutino de golondrinas y ruiseñores y dos grandes piscinas con sendas casitas de hojas de palma, donde poder beber un combinado. Al filo de la medianoche, dos gaviotas aprovechaban la soledad para asearse en una de las piscinas. El pecho blanco, las alas grisáceas, el pico amarillo -con una enigmática mancha naranja en la que jamás había reparado- y una mirada de lo más expresiva. Nada que ver con esa mirada indirecta o huidiza que tienen otros animales, como los caballos o algunos seres humanos. No. Esta pareja de gaviotas andaba con altivez y superioridad. Una soberbia más que justificada, por cierto. 

Desde una puerta exterior se accedía a un sendero de arena anaranjada y compacta que llevaba a una playa desierta en la que, además de descansar, relajarnos y ponernos negros, aprovechábamos para leer juntos. Las condiciones atmosféricas acompañaban todos los años en el microclima de aquel pueblo. Nos enroscábamos en la playa y leíamos juntos y a la vez, el mismo libro, las mismas páginas. Era divertidísimo aquello. Nos sorprendíamos a la vez, reíamos, reflexionábamos, comentábamos lo que acabábamos de leer, confrontábamos impresiones. Todo juntos. Siempre juntos. Nos gustaba andar el uno al lado del otro. Nunca nos cansábamos. Y conforme se acercaba la fecha del alumbramiento, la única diferencia era que, en lugar de dos, éramos tres. Los días soleados resultaban cálidos, pero no agobiantes. Y el mar, en calma, como la superficie de un plato, con aquel reflejo plateado de la Luna por las noches. 

Al caer la tarde íbamos al casco antiguo. El sol reverberaba en las encaladas paredes blancas de las calles frescas. Las enredaderas y las buganvillas trepaban por las fachadas en una sublime danza inmóvil. Yo bebía muchísimo café y fumaba. Mi mujer tomaba té con pastel de zanahoria. Me encantaba observarla. Era una mujer minuciosa, muy guapa y delgada, aunque le encantaba comer de todo. De buen corazón, pero con genio, cautelosa, elegante, bajita y bien proporcionada. Quizá puedan pensar que exagero o que idealizo. Me importa un bledo. Ha sido mi única pareja en más de cuarenta años. Y, si no me creen, pregunten a cualquiera que la conozca. Mi familia, mis amigos, su familia, sus amigos. En el fondo todos sabían que yo no estaba a su altura.


Con el correr de los años, aquel pueblo, que otrora fuera de pescadores, devino en horterada cósmica, en un mal gusto de proporciones bíblicas. Pero no dejamos de ir por esa razón. Nos empezaron a rodear hombres de cráneo liso, gafas de sol grandes de pasta y colores chillones, camisas estampadas abiertas hasta el ombligo, rosarios al cuello, brazos musculados como cruasanes y relojes de pared en las muñecas, que hacían bailar cadenas de oro en el dedo índice. Hablaban entre ellos de proteínas como las mujeres lo hacían de maquillaje. También surgieron como níscalos aquellos grupos de musulmanas vestidas con caftanes negros de Yves Saint Laurent, que entraban a Dolce & Gabbana para echar un vistazo a un modelito de doce mil euros o a un bolso, que parecía una cartuchera del colegio, de seis mil que se encontraba encima de un trono tapizado y debajo de un gran corazón de hojalata que parecía sacado de una tienda de chinos.

En los pantalanes había menos veleros, pero sí gigantescos barcos con nombres como Dream of the Seas o Earth and Fire. En las calles comenzaron a aparecer figuras de mármol rosa de Venus acuáticas, romanos y Budas (porque un horterismo cósmico sin Budas no es un horterismo cósmico). Se construyeron mansiones tan enormes y serpenteantes que parecía que, en cualquier momento, Al Pacino aparecería en la terraza con una bolsa de cocaína de cinco kilos y un tigre de Bengala a su lado. Desde el interior de los coches marcianos y las tanquetas planetarias zumbaba a todo trapo algo que no se parecía en nada a la música.


Todo aquello representaba este nuevo mundo que ha olvidado, no ya el sentido de la ética, cuestión subjetiva, sino también el de la estética; y que crece como una metástasis, mal que nos pese. Incluso los gitanos se dejaron barbas largas y cuidadas, aretes, peinados de nazis, camisas abotonadas hasta arriba y pajaritas al cuello. En las cuentas de los restaurantes, los despachos de abogados judíos dejaban sus tarjetas de visita.


Con todo, seguimos yendo cada abril. La playa cercana al hotel seguía estando desierta. El clima era maravilloso. Y a mi mujer le encantaba el hotel, con toda aquella vegetación diversa, los pájaros, los turistas venidos de todos los puntos del planeta y un montón de cosas más para preguntar, descubrir, investigar.

Como padezco de insomnio, por las noches me tumbaba en una hamaca del hotel, mientras mi mujer dormía a pierna suelta en la habitación. Unos minutos antes de llegar la medianoche, siempre a la misma hora, aparecía aquella pareja de gaviotas, se lavaba en la piscina y se iba a dormir. Pero aquella noche no estaba. Era la primera noche en años que, por alguna razón, no apareció. Me levanté para mirar en la otra piscina. Nada. Ni rastro. Me volví a tumbar y miré las estrellas. Sentí zozobra, soledad, melancolía, el rostro angustiado del viejo mundo humano me miraba desde allá arriba. ¿Dónde se habían metido aquellas puñeteras gaviotas? Las echaba de menos. ¿Dónde estaban, por dios bendito? Malditas. Malditas todas. Me levanté de nuevo y miré en la otra piscina. ¿Dónde estarían? ¿Durmiendo en alguna repugnante torre de una estúpida constructora que había convertido aquel pueblo de humildes pescadores en un espectáculo fatuo y arrogante? Maldita sea. Me sentía solo, allí, tumbado en la hamaca, contemplando aquella luna brillante plantada en mitad del cielo estrellado.


La noche iba poniéndose cada vez más oscura. Mi cabeza daba vueltas, visitando de un modo antojadizo ideas, imágenes, sentimientos. La luna seguía anclada, en medio del cielo. Conseguí identificar la osa mayor. Parecía un carro. O quizá un cazo estelar. La menor no aparecía por ningún lado. Me acomodé y miré hacia todos los recodos de aquella bóveda lúgubre. ¿Dónde se había metido la osa menor? ¿Estarían allí las gaviotas? Solté una carcajada. Al poco tiempo me dio vergüenza y miré alrededor, por si alguien me había visto. Solté otra sonora risotada. Total, allí nada más que había godos. ¡Qué me importaban a mí los godos! «Malditos. Malditos todos, comiendo como cochinos ciegos en el bufé» -murmuré, entredientes.


Respiré en profundidad. Mis pulmones se llenaron del aroma de la noche fresca. Me sentía viejo. Como un quejido susurrante. Un pedo flojo. En aquel momento no existían recuerdos, ni grandes padecimientos. Olvidé todo. Olvidé a mi padres, asesinados. Olvidé incluso a mi mujer. Me resultó vigoroso y triste a la vez. Me gustó carecer de coartadas. Mi desesperación que buscaba motivos, no los encontraba.

¿Dónde estaban aquellas condenadas gaviotas? Las echaba de menos.

No te pierdas ‘La tiranía de los cobardes’ en La Calma Magazine

Entrega 1. ‘Un par de zapatos colgando del tendido eléctrico’ https://lacalmamagazine.es/la-tirania-de-los-cobardes-el-libro-de-luis-mari-beffa/embed/#?secret=PPq6wBOSKR

Entrega 2. La floristería
https://lacalmamagazine.es/la-floristeria/embed/#?secret=oCq3OibhGQ

Entrega 3. La muerte ya está aquí
https://lacalmamagazine.es/la-muerte-ya-esta-aqui/

Entrega 4. La Biblioteca

https://lacalmamagazine.es/la-biblioteca/

Entrega 5. San Agustín
https://lacalmamagazine.es/san-agustin/

‘Calzado cómodo’ Si tienes una piedra en el zapato, párate y quítate la piedra. El blog de Luis Mari Beffa https://luismaribeffa.com/

Deja una respuesta

Your email address will not be published.

0 £0.00