San Agustín

En la playa se puso poniente, levantando grandes y compactas nubes de arena. Aunque aún no había llegado el verano, la habitual fauna de personajes ruidosos y estrafalarios ocupaba el litoral. Los jóvenes escuchando perreo a toda pastilla en sus móviles, las muchachas enseñando sus nalgas lozanas a quien quisiera contemplar tangas invisibles, las ensordecedoras familias numerosas que habían montado el salón de su casa bajo un tingladillo de lona, los grupos de solterones emborrachándose con sangría y cerveza barata. 

Una sombrilla se escapó y rodó y rodó y rodó, como las articulaciones de una locomotora, hasta chocar contra la espalda de una inocente joven que le gritaba no sé qué a su hijo Yoni. «Menos mal que le ha dado con la parte abierta de la sombrilla», me dije, para mi coleto. Yoni miró toda la escena -el tipo disculpándose, la joven poniendo una mirada de civilizada censura-, rascándose el culo despreocupadamente desde la orilla, justo encima de la sandía que acababa de enterrar. El tipo volvió a su toalla y colocó, de nuevo, la sombrilla en su vara, torpemente enterrada en la arena. Al instante, la sombrilla volvió a echar a volar con tan mala suerte de que fue a parar, rodando y rodando y rodando, como los radios de una rueda, una vez más a la espalda de la pobre joven. La joven le gritó algo al tipo. El tipo se disculpó como pudo. La familia numerosa intercedió en el asunto, haciendo aspavientos, tintineando mucho oro. Los jóvenes escuchaban el baile del serrucho en sus móviles. Las chavalas culipandeando. Los solterones borrachuzos se reían. Yoni contemplaba la secuencia con una obsesiva, casi maníaca, aunque distraída, rascada de posaderas. 

En mi vida dejaron de haber hace mucho almuerzos civilizados. Los camareros disfrazados de bohemios ya no me dan a probar el vino antes de servirlo, como si yo supiera algo de vinos; los desayunos en la cafetería, leyendo la ponzoña del periódico y escuchando las pésimas bromas de los parroquianos; ver pelis; leer clásicos; follar; dormir; soñar. Todo eso se acabó desde que mi mujer quedó encinta. Los vecinos dejaron de preguntarme por el trabajo, no me cedían el paso en el portal, ya no me saludaban por la calle. La barriga de mi mujer lo ocupaba todo. Pasó a ser el centro del universo. Se convirtió en un agujero negro: todo lo atrapaba, todo lo absorbía.

Desde que comenzó a crecer, supe que jamás iba a conseguir tener una conexión ni medianamente parecida con otro ser vivo. Total. Lo absoluto. Demasiado. Las noches de pánico pronto cedieron a días de un júbilo centelleante imposible de obtener de otra manera. Me tumbaba a su lado y escuchaba atentamente la tripa. Notaba cómo mi respiración se tranquilizaba, acompasándose a los latidos de mi hijo. Como si el corazón de la naturaleza se sincronizara con el mío.

De un modo natural, me acostumbré a la nueva dinámica de pareja. Mi mujer no me quería tocar ni con un palo, apenas me hacía caso, solo existía nuestro hijo. Y a mí me parecía muy bien. No me oponía. El futuro podía viajar de aquí para allá, podía hacer toda clase de cabriolas -sobre todo después, que adquirió aquel aspecto tan siniestro-. Pero el presente estaba allí. Era lo único real, con lo que debíamos conformarnos. El presente, el peleón presente, era todo cuanto había. Era la única realidad. De modo que nos centramos en él. En nuestro hijo. Él era el presente. Nuestra vida se llenó de gravidez, gravidez, gravidez y, después, más gravidez.

Cerca de la orilla de la playa, un crío adorable había hecho un hoyo en la arena y transportaba agua del mar con un cubo rojo de asa verde. Allí está aquel niño, muy decidido y resuelto, empecinado en transportar el agua del Mediterráneo al boquete. Un compañero de correrías, de edad más avanzada, le gritaba todo el rato: «¿Ves? No se puere. Ya te dije que no se puere. ¡NO SE PUERE!» Pero el crío no le hacía caso. Aquel muchachillo parecía emperrado en hacer el solo un trasvase de mar. «¡No se puere! ¡NO SE PUERE!» -continuaba su amigo, con su cantinela agustiniana. 

Aquellos meses de embarazo fueron, con una diferencia y una profundidad abisales, los mejores de mi vida. Yo era el tío más feliz del mundo. Mi mujer estaba siempre sana, alegre, vivaz, dispuesta a vivir sin sexo. Sin tener ni pajolera idea de por qué, se despertó en ella una curiosidad por todo asombrosa. Su umbral de información del estrés descendió hasta que nada ni nadie le llegó a molestar. No paraba de preguntarme cosas. Su cerebro se convirtió en una potentísima máquina de porqués. Por qué esto. Por qué lo otro. Le respondía y, luego, la oía susurrar con un gusto infinito.

Miré a mi alrededor. Todo el mundo andaba de cháchara, ausente al chaval. Hablando de inversiones, política, hipotecas y cuchicheos familiares y amorosos. De repente, me deprimí. ¡Me deprimí una barbaridad! ¡Aquel maravilloso crío intentaba vaciar el Mediterráneo, sin recibir la más mínima atención! Me entraron ganas de hablar con mi mujer. Que estuviera allí conmigo, cosiéndome a preguntas. Cogí el móvil y levanté las gafas de sol. A punto estuve de llamar a un número de teléfono al azar. Pobre chavea, cubo arriba, cubo abajo. ¡Madre mía, qué solo me sentí de pronto! ¡Era absurdo! El chico se detuvo. Ojeó el mar. Examinó el boquete. De nuevo al mar. ¡No se puere, no se puere! -le gritaba el otro, sin parar. Maldito San Agustín. ¡No entendía nada! ¡Claro que se poría! «Vamos, chaval, no te des por vencido, sigue. ¡Sigue!» El camarero me miró, extrañado. Una mesa me miró, extrañada. Yo les miré, extrañado. Todo el mundo parecía extrañado. Estaban allí, a kilómetros de mí, hablando de sus insignificancias adultas.

Algunas tardes me las tomaba libres. No me importaba palmar pasta. De hecho, me importaba un bledo. Solo quería estar con mi mujer y su línea nigra ya emborronada. Mis amigos médicos estaban asombrados. Jamás se sentía pesada, ni cansada. se movía con una ligereza de bailarina, pese a aquella barriga rotunda, reluciente, enorme, que parecía a punto de explotar en cualquier momento. Era adorable, absolutamente irresistible. Capaz de provocarme unas oleadas de entusiasmo y confianza en mí mismo que nunca jamás volveré a experimentar.

¡Y me miraban así solo porque le mandaba ánimos a un chaval desde la lejanía! Atajo de soplapollas. Pedí otro sol y sombra para disimular. Pandilla de cretinos. Senda, qué sabría. El plato de comida y pelos y colillas y bilis y cenizas y sangre se había convertido en un cenicero. «Vamos, chaval. No te rindas, por favor. Anda, no me hagas eso, venga». El crío observó un rato el mar, luego el hoyo, como comprendiendo. Cayó de rodillas, abatido. «¿Ves? Te lo dije»- dijo San Agustín, ufano.

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