Suenan campanas de duelo

El mundo es grande, muy grande, pero se queda pequeño ante un acontecimiento tan execrable, que reduce al ser humano a un monstruo lleno de crueldad inimaginable para la mente de unas niñas de seis y un año. Una bestia parda, vengativa, llena de odio y de soberbia, ladrón de vidas, de vidas recién estrenadas, de vidas de domingo. Un ser soberbio que cree en el castigo, en infligir un castigo intemporal, un castigo para siempre, a una mujer que también fue niña, que también soñaba, con un mundo de fantasía, que no conocía su futuro, y que, con toda su ilusión una vez hecha mujer, se unió sin saber a un verdugo velado, a un destino por ella ignorado, pero que se terminó cumpliendo.

Da igual el método empleado, en cada segundo del mismo, la impiedad está presente. ¿Qué se les puede decir a unas niñas, engañándolas de que todo está bien, de que solo van a dar un paseo? Unas niñas que confiaban ciegamente en el padre que tenían delante, que ansiedad, que angustia y que dolor tan profundo, pudieron sentir cuando vieron que la persona en la que más confiaban, las estaba asesinando.

Un ser despreciable, que se arroga el derecho de quitarle la vida a unos seres de su propia sangre, para vengarse de no sé qué agravio. Alguien al que no se le puede aplicar el termino de enajenado, después de oír las declaraciones de sus amigos y allegados. Por muy agraviado que se hubiese sentido nunca, jamás podría estar mínimamente justificado tal atrocidad.

Ya no están, se hizo realidad lo que nadie quería, una realidad implacable, una sentencia insoportable y una vida insufrible, para sus seres más cercanos.

Gracias a todos los que han colaborado para aclarar esta maquinación tan irracional.

Y a esas dos pequeñas, a esos dos ángeles que encuentren el descanso y la paz perpetua.

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