Hará unos 20 años que una morena tiró de mí hasta aquí, jurándome amor eterno y calidad de vida en una ciudad mucho más barata y tranquila que la capital del reino, que era donde sobrevivíamos hasta entonces.
El amor duró lo que dura un espeto en el plato, pero Málaga me enganchó y decidí quedarme. Por entonces todavía era una ciudad acogedora y habitable, con el paso del tiempo se incumplió la otra parte del juramento.
No sé si habréis leído que las viviendas turísticas superan a los habitantes del centro, tampoco hace falta leerlo para creerlo. Yo que sufro en silencio la vida en el centro os invito a dar una vuelta a cualquier hora del día por este ‘avispero’, es más, si alguno se atreve le invito a cruzarlo en coche a hora punta.
Y es lo que tiene el progreso: daños colaterales. Para que unos disfruten otros tienen que sufrir. Así es todo en la vida.
Y sí, sé que el turismo crea muchos puestos de esclavitud, y que muchos hosteleros viven de eso y me alegro, pero creo que todo tiene un tope, quizás con el sol y el viento se podría crear algo más que chiringuitos (que los adoro).
Hace ya unos años, vi ojiplático en un programa de televisión como algunos trabajadores en Ibiza compartían una furgoneta en la que llegaban a malvivir hasta tres personas, a las cuáles les era imposible acceder a una vivienda ni compartida. Mucho me temo que por aquí vamos a velocidad de crucero al mismo destino.
Si nadie para este ‘progreso’ y cuando mi peque abandone el nido el que saldrá volando seré yo. No estoy para tanto ruido, tanto coche y tanto estrés. No quiero sentirme guiri en mi tierra, ni pagar por chalet lo que es una pequeña vivienda. No me gusta vivir en otra ciudad afranquiciada que pierde su identidad, en la que unas calles brillan y relucen y otras apestan a pipí. No quiero cambiar de vecino por semana ni tener que aprender idiomas para pedirle que baje la música y me deje dormir. No quiero atascos de madrugada ni vivir a la sombra de la Torre.
