Virginia Woolf

Virginia se vistió, fue a la cabaña donde solía escribir y redactó dos cartas de despedida. Una dirigida a su marido y a su hermana Vanessa, que la dejó silenciosamente sobre la mesa del cuarto de estar del piso de arriba. La otra se la dedicó por entero a Leonard y la deslizó en el escritorio de la austera choza. Esto decía:


«Querido, 

Quiero que sepas que me has dado felicidad absoluta. Nadie podría haber hecho más de lo que tú has hecho. Por favor, créelo. 

Pero sé que nunca me voy a recuperar de esto: y estoy desperdiciando tu vida. Es una locura. Nada de lo que nadie me pueda decir me va a persuadir. Puedes trabajar, estarás mucho mejor sin mí. Ya ves que ni siquiera soy capaz de escribir esto, lo que demuestra que tengo razón. Todo lo que quiero decir es que hasta que esta enfermedad apareció, éramos perfectamente felices. Todo fue gracias a ti. Nadie podría haber sido tan bueno como has sido tú, desde el primer día hasta ahora. Todo el mundo sabe eso. 

V».

Toda vez que acabó de redactar ambas cartas, Virginia regresó a casa, se puso un abrigo, las botas Wellington y salió a pasear con su bastón. Uno especial que utilizaba para adentrarse en la naturaleza.


Esas vulgares alimañas habían bombardeado unos meses antes la casa que Virginia tenía en Londres y por la que guardaba un gran cariño. El ambiente por entonces en el Reino Unido resultaba opresivo, pesimista y el desánimo se reproducía por las calles como una metástasis ante el avance del nacionalsocialismo. Pero, aunque los tabloides sensacionalistas británicos atribuyeran su muerte a esta triste situación, haciendo propia la absurda y subjetiva versión del forense, y pese a que Kathleen Hicks, mujer del obispo de Lincoln, aludiera a la rendición de espíritu de la novelista, nada de eso fue el detonante de su huida. Tengan en cuenta que hablamos de una inaudita mente, capaz de escribir esto. «No son las catástrofes, los asesinatos, las muertes, las enfermedades las que nos envejecen y nos matan; es la manera como los demás miran y ríen y suben las escalinatas del autobús». 

Atribuciones. Todas lógicas. Aunque, sin duda, la de mayor fiabilidad fue la de Leonard, ya que conocía a su mujer mejor que nadie. Él mismo lo dijo: la culpa la tuvo su enfermedad mental, unida a una serie de circunstancias personales pretéritas que, por respeto a esta apreciada mujer, me niego a recordar. Atribuciones. Algunas más lógicas que otras. Sin embargo, a todos se les pasó por alto un pequeño y aparentemente irrelevante detalle: la primavera acababa de comenzar. 


Leonard encontró las huellas de Virginia, acompañado de un salpicadero de marcas del bastón. Desde aquel entonces, Leonard comenzó a apuntar en su diario los kilómetros que hacía en el coche, a partir de aquel fatídico día cuando llevó a Vanessa, la hermana de Virginia, de regreso a Charleston. «Después hay un espacio en blanco con una mancha amarillenta que se ha tratado de borrar. Podría ser café, té o lágrimas». Aquella mancha estaba en su diario.

La prensa anunció el fallecimiento de Virginia Woolf en aquel apestoso abril de 1941. El Sunday Times of London publicó un artículo titulado «Ya no puedo continuar: el último mensaje de Virginia Woolf», en el que se trató de crear patria en torno a la Segunda Guerra Mundial. Resulta curioso. El trato de la prensa hacia la escritora fue, en términos generales, repugnante. Como si el suicidio de Virginia coincidiera con el suicidio de esa turba de ganapanes, escritores frustrados , voceros gubernamentales, telepredicadores y juntapalabras con delirios de superioridad a los que deberíamos, como sociedad, asesinar a sangre fría.

El granjero John Hubbard fue la última persona en verla con vida, cuando rodeó la iglesia local, camino del río Ouse. Nada más llegar, Virginia llenó los bolsillos del abrigo de enormes y pesadas piedras. Unos segundos después se sumergió en el río, en uno de los momentos vitales más escabrosos, mágicos e hipnóticos de la literatura europea. Sus enmarañados cabellos se mezclaron con sinuosas algas. Allí, en aquella oscuridad, entre rocas tapizadas de verde y carpas plateadas.

Virginia no pudo soportar el modo en el que los demás miraban y reían mientras subían al autobús. Tenía 59 años. La edad en la que yo desaparecí.

CAPÍTULO 6. KATIA

La frase que más me ha repetido Boris a lo largo de estas décadas en las que hemos trabajado juntos es  «Todo está arreglado». Y entre esta frase y la siguiente frase que más me ha dicho se encuentran más de mil «Todo está arreglado». No exagero. «Todo está arreglado», decía, sin inmutarse, aunque lo que debiera ser arreglado requiriera fusilar a cien bebés. Muy pocas veces he visto a Boris salir de sus casillas, al igual que la energía atómica solo se ha utilizado dos veces en contra de la población civil. Alguien dijo a alguien una vez entre copas alguna cosa sobre aquella perra astronatuta rusa. De súbito, Boris estalló en una cólera nuclear. «Laika no es el nombre de la perra, es la ratsa, ¡la ratsa!». Rompió botellas, escupió y empujó a los viandantes, tiró mesas de familias desconocidas que estaban cenando. Incluso los tíos más hijos de puta que estaban allí presentes no fueron capaces de soltar una sola puñetera palabra. Me miraban en silencio, esperando una reacción, una respuesta, un precepto. Pedí un teléfono móvil, desperté al jefe de policía, le di órdenes de ignorar todas las llamadas que llegaran de vecinos del barrio donde nos encontrábamos. Frases cortas, fáciles de entender y sin justificaciones. Ese era el truco. El mundo no necesitaba ser aclarado. Luego, esperé con paciencia, mirando cómo su furia se extinguía, entre lunas de coches destrozadas, basura esparcida, ojos ajenos amoratados, gatos callejeros escondidos. No era tanto que Boris se aburriera como que se sentía frustrado. Qué frustrado. Boris es el tío más frustrado que he conocido. Y no pudiendo vencer esa frustración estaba vacío, no loco, como se decía. Boris no solo no era un loco, sino que su extrema frialdad aguijoneaba su mente a conocer al dedillo el funcionamiento del mundo práctico, le impulsaba a seguir sus reglas sin rechistar, tal y como hacía yo, tal y como hacíamos todos. Y aquellas demostraciones de vesania salían a pasear con una frecuencia similar a la que el cometa Halley orbitaba alrededor del sol. Tal y como me pasaba a mí. Tal y como nos pasaba a todos.       

«Resulta curioso, Aron. Que dos hombres tan dispares se lleven tan bien. Lo sé. Ya sé que tú opinas que no sois tan diferentes, pero créeme que lo sois. Conozco bien a mi padre. Voy a volver a Cuba. Necesito comprarme. Mi madre ya se vendió suficiente al comunismo por toda mi familia. Por supuesto que volveré, pero no ahora, no ya. No me cabe la menor duda de que recuerdas aquella noche, Aron. Fue una insensatez, pero no en el sentido ordinario de la palabra. Quería que nunca me olvidaras. Y como sé que tú no vas hacia las cosas, sino que las cosas van hacia ti, no me dejaste otra opción. La memoria del sexo nunca muere, la de los sentimientos sí. El sexo es lo único que perdura de forma imperecedera. Si no lo has hecho ya, ten por seguro que lo harás tarde o temprano, antes o después empezarás masturbarte por la sencilla razón de que dudo muchísimo que ninguna otra mujer te vaya a ofrecer un sexo tan despreciable. Y eso no se olvida. Si hubiera habido dulzura, por llamarlo de alguna manera, si hubiésemos hecho el amor de una manera cariñosa, lo hubieras olvidado al instante. Pero no quería que eso ocurriera, quería que cuando fueses viejo, conservases la imagen de tu polla entre mis tetas. Tu polla… entre mis tetas”.

Deslizó una mano por debajo del mantel, me bajó la cremallera, buscó entre los calzoncillos y apretó mi pene, tieso como un poste de teléfono, sin sacarlo de la bragueta.

Entrega 1. ‘Un par de zapatos colgando del tendido eléctrico’ https://lacalmamagazine.es/la-tirania-de-los-cobardes-el-libro-de-luis-mari-beffa/embed/#?secret=PPq6wBOSKR

Entrega 2. La floristería
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Entrega 3. La muerte ya está aquí
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Entrega 4. La Biblioteca https://lacalmamagazine.es/la-biblioteca/embed/#?secret=erYq3ldo62


Entrega 5. San Agustín

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Entrega 6: Pornobanús
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Entrega 7: Niebla https://lacalmamagazine.es/niebla/

Hume

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Calzado cómodo’ Si tienes una piedra en el zapato, párate y quítate la piedra. El blog de Luis Mari Beffa https://luismaribeffa.com/

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