Wang

Marina Tsvetáyeva nació en Moscú. Hija de un profesor de Bellas Artes y una pianista. Estudió en La Sorbona. Se casó con un militar del Ejército Blanco, con el que tuvo tres hijos y perdió el contacto tras la revolución bolchevique. Su hija Irina murió en un orfanato de hambre a la edad de tres años. Mientras estuvo separada de su marido mantuvo dos romances con Sofía Parnok -poetisa- y Sonetchka Holliday -actriz-. En su «Carta a la Amazona» reflexionó sobre los impedimentos sociales para ser lesbiana en Rusia. «¿Qué posibilidades tiene de sobrevivir una mujer amando a otra mujer?» -concluyó. Su escritura era densa, ardua, libre, intransigente, valiente y prodigiosamente subjetiva. Tocó todos los palos: poesía, prosa y dramaturgia. 

Tras el triunfo de la revolución bolchevique se exilió a Praga y Francia, donde vivió como una indigente. Regresó a la Unión Soviética para reunirse con su marido y sus hijos. A él lo fusilaron. A ellos los mandaron a un campo de reeducación. Ella vagó por su propio país bajo la condición del régimen de Stalin de que jamás podría obtener ni vivienda ni empleo. Esto escribió en Seré feliz si…: «Seré feliz si usted no siente mi dolor / Y que yo tampoco sienta nada / Que nunca el pesado globo de la tierra / Se escurra bajo nuestros pies / Me gusta que pueda resultar ridícula, perversa / Y buscar palabras adecuadas / Y no ponerme roja con ola sofocante / Si apenas nuestras mangas se rozaran / Por mis noches tranquilas / Por los encuentros de las crepusculares horas / Por nuestros no paseos bajo la luna / Por el sol que no existe encima de nosotros / Por el dolor que no siente, lamentablemente, usted por mí / Por el dolor que no siento, lamentablemente, por usted». 

Al inicio de la Gran Guerra Patria contra los nazis fue evacuada a un distrito de Tartaristán. Intentó trabajar de friegaplatos sin conseguirlo. Marina se ahorcó con 49 años. La mima edad que tenía mi único amigo de la infancia, cuando me pidió que lo matara después de que yo le arrancara los ojos.

CAPÍTULO 4: WANG

Wang tenía una cabeza en forma de pelota de rugby enroscada horizontalmente al pescuezo. Su rostro, que parecía pegado a un escaparate, resultaba muy expresivo cuando sonreía de temor, cosa que solo hacía cuando yo le pegaba, es decir, bastante a menudo. El resto del tiempo mantenía un rictus serio, imperturbable, trágico, melancólico, suspirante. Me hice amigo de Wang porque, de cuando en cuando, uno debía mantener su estatus social arreándole un buen tortón a algún miembro de una minoría étnica. Así funcionan las cosas. Yo no escribí las reglas. Solo me limito a seguirlas. La violencia ejercida hacia el otro sale rentable en el mercado de la calle. Todos lo sabían. Yo lo sabía. El chino lo sabía. Sabía que yo le pegaría menos duro, que retiraría los cigarrillos de su piel antes, que jamás le metería cosas por el culo. De modo que nos lo montábamos así. Cada cierto tiempo aplicaba sobre él mi violencia; a cambio yo mantenía la basura a raya. ¿Qué ganaba Wang? Que le sacudieran menos.

Con el correr de los años nos hicimos amigos, aunque siempre se mantuviese entre nosotros aquella especie de extraña sumisión reactiva de él hacia mí, aquella bizarra arrogancia involuntaria de mí hacia él. Estaba a punto de decir que ya no hablamos. Nunca hemos hablado demasiado. Jamás aprendió nuestro idioma -ni yo el suyo, por cierto-. Cosas de chinos, supongo. Cosas de europeos, imagino. En cuanto SuperWang abrió sus puertas al público, la tenducha se convirtió en su exclusiva concentración de materia, su único e invariable campo gravitacional. 

Si los días resultaban significativamente difíciles, cuando echaban el telón yo abría el frigorífico -años con aquel runrún averiado-, agarraba una cerveza Victoria, me la llevaba al gaznate a grandes sorbos y ladeaba la cabeza, contemplando esos maravillosos culebrones asiáticos en los que los hombres rivalizaban por las mujeres a través de terribles cruces de miradas stendhalianas, en un argumento cándido, orgulloso, temperamental y pleno de originalidad. 

Mediante esos culebrones, a los que los adolescentes fumados y los guiris sonrosados prestaban tan poca atención mientras entraban y salían del establecimiento, aprendí muchísimo del carácter chino. Un carácter recio, disciplinado, leal, educado y solemne. Siempre escupiendo al suelo. Siempre encendiendo un piti con la colilla del anterior para curar constipados. Un carácter.

Nuestra amistad, silenciosa amistad, solo se vio resquebrajada unas navidades. Me invitó a cenar con su familia Kuoo o Huoo, o algo así. Una especie de sopa o fondue china de marisco, hasta donde logré entender. Era Nochebuena, pese a no festejarse en China. Como comprenderán, rechacé su invitación por motivos obvios. Bueno, no deberían resultarles obvios los motivos por los que rechacé su invitación. A mi padre ya lo habían asesinado y, aunque tenía alguna familia, no me hablaba con ella. Sin embargo, ya había comenzado la relación con mi mujer, así que pasaba los días señalados de navidades con su familia. ¡Qué reacción más airada tuvo el chino! «¡Eles el plimel extlanjelo al que invitamos a casa, no puedes negalte!». «Pero, Wang, hombre, entiéndelo…». Nada. Ninguna explicación parecía contener su ira, tal y como sucedía en aquellos culebrones televisivos, donde las explosiones de rabia venían seguidas de miradas napoleónicas entre sus protagonistas. Solo mi cabezazo en su nariz pudo solucionar el asunto. «Gilipollas, llevo años cenando solo y me invitas justo cuando me echo novia. Serás capullo».

De su repertorio de torpes frases que me ha soltado durante estas décadas, sin duda, la más repetida es «Tlabajal tanto es como un tlipi», acompañada de ojeadas de recelo imperial desde la curvatura espaciotemporal de sus pupilas. Si alguien le recomendaba que se tomara unas vacaciones Wang le preguntaba, como un obsesivo compulsivo realizando un ritual, que pala qué. Si ese alguien le respondía que para descansar y tomar el sol y beber cerveza, desviaba la mirada muy enfadado y volvía a sus culebrones coreanos, a sus hombres de ojos rasgados que siempre le estaban diciendo algo muy serio a mujeres de ojos occidentales y negros y preciosos y un adolescente aparcaba su moto para comprar unos cuantos papelillos sueltos.

Un fin de año chino cogió dos tortugas del río para volver a soltarlas cuando «clesielan y se pusielan glandes como su cabeza». Estaba contento el chino. Me enseñó muchas fotos de las tortugas, pese a estar allí, en una pequeña pecera con piedras y una palmera de plástico. Me enseñaba las fotos de las tortugas que estaban allí, delante de nuestras napias, como hacía todo: como un maníaco. Argumentaba que las fotografías elan más chulas. Y añadía ¡bomba! Yo cotejaba las fotos con la realidad y, en honor a la verdad, él llevaba razón: la ficción ganaba, estéticamente hablando.

Entrega 1. ‘Un par de zapatos colgando del tendido eléctrico’ https://lacalmamagazine.es/la-tirania-de-los-cobardes-el-libro-de-luis-mari-beffa/embed/#?secret=PPq6wBOSKR

Entrega 2. La floristería
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Entrega 3. La muerte ya está aquí
https://lacalmamagazine.es/la-muerte-ya-esta-aqui/

Entrega 4. La Biblioteca https://lacalmamagazine.es/la-biblioteca/embed/#?secret=erYq3ldo62


Entrega 5. San Agustín

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Entrega 6: Pornobanús
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Entrega 7: Niebla https://lacalmamagazine.es/niebla/

https://lacalmamagazine.es/elementor-11815/embed/#?secret=0HjTQHgPrc Novena entrega ‘Edipo’https://lacalmamagazine.es/edipo/

‘Calzado cómodo’ Si tienes una piedra en el zapato, párate y quítate la piedra. El blog de Luis Mari Beffa https://luismaribeffa.com/

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