Cuando uno pasea de noche por New York , dándote una vuelta, perdiéndote en un remolino de color, sin fijar un lugar, sin prisas ‘un lujo en esta ciudad’, donde lo eres todo y no eres nada, donde cuando llegas la reconoces aunque no hayas estado, donde todo puede suceder a la vez, donde te sientes integrado en un espectáculo incesante que te ofrece mil opciones para escoger, un mundo que te puede gustar más o menos, pero que sientes parte de tí.
Un mundo del que te puedes alejar si quieres, pero que permanecerá ahí con sus arcoíris de neón parpadeando y anunciando todo tipo de cosas: restaurantes, cines, teatros, tiendas, discotecas…
Con sus calles brillantes por los reflejos, llenas de coches donde impera el amarillo, y gentes de mil origen.
New York está esperándote siempre para cuando quieras volver, un mundo creado por gente como tú, el logro de una civilización con sus luces y sus sombras, que trata de seguir avanzando, pegando tropezones, pero avanzando.
El bullicio, a veces molesto, te hace sentir vibrante, casi te obliga a seguir el ritmo, listo para actuar. Sin conocer a nadie de los que pasan por tu lado, sientes como sus preocupaciones, sus penas y sus alegrías se reflejan en sus caras, en su forma de andar, en sus movimientos, es una actividad que a veces apabulla, pero que con su palpito latente te hace formar parte de una ciudad que no te llama, que no necesita de tí, pero que te acoge abiertamente. Eres libre de irte y de volver cuando quieras, no te ata, pero te envuelve.
New York, la metrópoli, donde cada barrio puede ser una ciudad diferente, cruzar una calle o un puente te puede llevar a otros enfoques, a otras perspectivas y a otras circunstancias, con olores y sabores de otros sitios y con gentes de otros sitios.
Mil imágenes de ella han estado en tú cabeza, las has visto mil veces en películas o en documentales y eso casi la hacen tuya también.
Bonito texto, aunque no crucé el charco y tampoco tengo interés en cruzarlo, pero reconozco que me atrae después de la lectura.