BIEL ALINO/EFE Monumento fallero a Berlanga

Mister Berlanga, el eterno subversivo

El maestro del neorrealismo español con humor ácrata

Una sonrisa vertical en plano americano. Qué fantástica metáfora del antifaz del deseo, de la ambición del dinero en cacería, de España y su sociedad a la que Berlanga desnudó a tamaño natural. Tuvo el director a su regreso de camisa azul del combate en Novgorod, donde limpió entre sangre y nieve la pena de prisión de su padre republicano, el coraje de mirar de frente como Velázquez, Goya y Valle-Inclán. El poder de la élite, los bufones populares, la negrura de lo grotesco y de las derrotas, el esperpento de casi todo, retratados por el cine de un plácido verdugo de la falsa moral y de la naturaleza humana en la que tenía puesta toda su desesperanza. A pesar de la lucidez de su pesimista conciencia psicológica, Berlanga disfrutó y nos hizo disfrutar convirtiendo la tragedia en sainetes de enredo, destinados a salvar la ternura de sus antihéroes de la vida de a pie.

“Berlanga disfrutó y nos hizo disfrutar convirtiendo la tragedia en sainetes de enredo, destinados a salvar la ternura de sus antihéroes de la vida de a pie

Una tropa de personajes que intentan ser felices, trazados al carboncillo y con castizo expresionismo en la hoja blanca de la pantalla, donde en su infancia descubrió el encantamiento y el salva conducto de los sueños en 35mm. “El arte que le da eternidad a lo efímero, que puede ser panfleto ideológico, el cuadro más bello, el libro más lúcido en describir una idea y desarrollar una historia”. Una magnífica definición en su discurso de entrada en la Real Academia de las Bellas Artes de San Fernando en 1988 apadrinado entre otros por mi tío, el pintor Manuel Rivera, admirador de los aguafuertes de su cine.

Cien años se cumplen del nacimiento de este mediterráneo de junio al que le debemos, entre todas sus magistrales caricaturas con alma ácida, ese ADN tan coral y nuestro en ‘Bienvenido Mr. Marshall’.


Qué vigente se mantiene la sátira de su ópera prima. De Guadalix de la Sierra a Málaga todos esperan que el turismo con sus bolsillos llenos vuelva al flamenco de cartón piedra y al rascacielos de los sultanes, mientras se entrega el pueblo consentido como figurantes con la mano abierta a los dólares del petróleo, y por detrás el pellizco del por ciento para los de siempre. En su estreno en Cannes en 1953, los publicistas decidieron repartir billetes de un dólar con la cara de Pepe Isbert y Manolo Morán, en lugar de la de George Washington, y acabaron todos en comisaría con un sumario abierto por falsificar moneda. Inolvidable la idea, la sorna y la película de entrañables escenas como el diálogo del oeste entre sus dos principales protagonistas, la lista del cuento de la lechera de cada vecino, su canción de alegre bienvenida a los americanos y el fabuloso discurso del alcalde en el balcón municipal. Que poco distan, décadas y un siglo después, su retórica y sus promesas de las actuales.

No sólo la política y las quimeras de progreso, que luego pasaron a ser el sueño europeo, se reflejaron en el espejo berlanguiano en una difícil época donde el talento burlaba entre líneas y simbologías la lupa de precisión de la censura. Qué genial pléyade de subversivos jóvenes como Juan Antonio Bardem, tan militante y amargo –maravillosa su ‘Muerte de un ciclista’-; Marco Ferreri con ‘El pisito’; Luis Buñuel, pionero de vanguardia con ‘Viridiana’; Mario Picazo con la sublime ‘Tía Tula’; Carlos Saura y su espléndida ‘La caza’ un año después del debut como director en ‘El extraño viaje’ de Fernando Fernán Gómez, de quién igualmente se cumplen cien años de carisma interpretativo y poligamia intelectual en varios géneros, y siamés en escepticismo crítico de Berlanga pero más amargo él frente al espíritu burlón del director con mirada de fauno.

¿Dónde el eco de aquellas historias con fondo, aristas, catarsis, en la filmografía subvencionada de ahora? Que difícil independencia ser Icíar Bollaín, Isabel Coixet, Isaki Lacuesta, León de Aranoa, José Luis Guerin. Tuvieron aquellos años, de mediados de los cincuenta a mitad de los sesenta, una valiente cinematografía con argumentos de denuncia y estética en blanco y negro. ¿Por qué se crea casi siempre mejor a la contra que a favor de la moda o del peaje comercial del falso mecenazgo? Cada una de aquellas historias con tuétano hurgó en los charcos de la religión, en los avatares del tránsito de una sociedad rural a una periferia del progreso, en la huella de una psicología moral sintetizada en ‘El Verdugo’ de 1963, audaz y corrosivo fresco sobre la cobardía, la corrupción ética a cambio de la estabilidad, y la pena de muerte –no han prescrito las actitudes, menos mal que sí el garrote-, y un año antes en ‘Plácido’ de la que nos sigue persiguiendo la hipocresía de su “siente a un pobre a su mesa de Navidad». Ambas películas fruto de la química artística entre Berlanga y Rafael Azcona, el gran escritor zavattiniano de nuestra naturaleza humana de aquel cine social de autor, de tardes de domingo, besos de soslayo, y los jueves milagro.

“La caricatura de España en el espejo no envejece. Tienen las películas de Berlanga su Dorian Grey en la pantalla”

Es cierto. Lo certifica la eterna risa hacia fuera y hacia dentro al visionar cualquier día de mañana esa joya titulada ‘La escopeta nacional’ en la que rezuman en todos los encuadres los fantasmas del humor negro de Edgar Neville, de Mihura, de Arniches –la brillante pandilla golfa del anarquismo burgués que enamoró en Hollywood a Chaplin y a Buster Keaton, a éste último se lo bajaron de parranda a la Costa del Sol-.

Mónica Randall y José Sazatornil en una escena de ‘La escopeta nacional’

Un tapiz, en clave de farsa y caricatura de verdades, excelente en su estilo de largos planos secuencia con simultaneidad de acciones, con ministros, militares, falangistas, sacerdotes preconciliares, miembros del Opus Dei, burgueses de provincia, arribistas, amantes de escapadas de trabajo y aristocracia hidalga donde cada cual se come la perdiz de la pantalla. Manuel Aleixandre, Ámparo Soler Leal, Agustín González –nadie se ha cabreado, y medrado tanto como sus personajes- José Sazatornil, el maravilloso Luis Escobar, marqués de Leguineche, haciendo siempre de él mismo, y el inefable José Luis López Vázquez. El rostro que simbolizó la versatilidad del cine español – en póquer de ases con José Sacristán, el elegante Fernando Rey y donjuanesco pícaro Paco Rabal- y al que imita como si fuese su doblador mi amigo David Felipe Arranz, forofo de la escena de ‘Vivan los novios’ (1970). La comedia en capilla en la que al actor se le enciende la mosca hispana frente a una pintora irlandesa, interpretada por la desconocida belleza extranjera Jane Fellner –escogida por el director al verla en la playa de Sitges- que pone patas arriba su fidelidad de novio, no demasiado convencido, ante sus inminentes nupcias con la inolvidable Laly Soldevilla.

No sólo el envés de una sociedad censurada mostró con su sorna de provocador con mano grande de Gómez de la Serna, también como soñador libertino y libertario rindió homenaje nuestro director a la sencillez de la vida con una película precursora del ecologismo, en contra de la energía nuclear.

 

“Calabuch es una fábula sobre la utopía. Un lugar donde vivir en amistad, al que la muerte acude como una vieja amiga, en lugar de caer del cielo y explotar a medio mundo”

A través de su historia muchos nos enamoramos del paraíso de Peñiscola, libre entonces del desembarco arrollador del turismo años más tarde, y simpatizamos con el sabio físico interpretado por el entrañable duende Edmund Gwenn. Es lo que tienen las criaturas de celuloide de Luis García Berlanga. A todas las mira cervantinamente a los ojos, y les encuadra sus miedos, su sensibilidad, sus miserias, sus ambigüedades, la manera en la que sus personajes se mueven de un lado a otro de sus emociones e intentan salir adelante, escapar de la guerra –como en ‘La Vaquilla’-, de la soledad y el escozor del deseo, igual que en ‘Tamaño natural’. La película europea en la que el director valenciano que no había leído al fantástico Felisberto Hernández -el uruguayo que junto a Roberto Arlt asombró al joven Borges, y autor de Las hortensias– cuenta también con un guiño buñuelista el relato de un hombre enamorado de una muñeca hinchable. Excelente habitual Michel Piccoli que repetiría, junto con Concha Velasco y su lección de llaneza con un desnudo de madurez, en ‘Paris-Tombuctú’. Las historias en las que empezaba el Premio Nacional de Cinematografía de 1980 y el Príncipe de Asturias de las Artes en 1986 a mostrar sin tapujos su faceta de maestro erotómano, fascinado por los tacones de aguja, las medias de cristal, las esposas de plata y la literatura para leer con una sola mano.

No sólo se hizo en un aparte privado de su casa un santuario, al que accedía desde una escalera de caracol desde su vestidor, con más de 3.000 revistas de Playboy, Skin Two o Bondage Life entre otras, y una colección de objetos de placer para compartir. También convino de rosa el célebre premio de novela erótica en la que la edad joven de una tal Lulú dio a conocer a Almudena Grandes.

Once años hará en noviembre próximo –habrán empezado antes las celebraciones de su centenario- de la despedida del último austrohúngaro español (su cinematográfico guiño hitchcock) que no fue a la francesa ni tampoco de a por tabaco. De sus escondites los que mejor saben son Miguel Ángel Villena que ganó el Comillas con su biografía, y Manuel Hidalgo y Juan Hernández por sus Conversaciones en Alianza. A cenar lo espera cada noche su ángel María Jesús, intrigada con qué sorpresa de sex shop llegará a casa para contarle de lo Berlanga que siguen España, el deseo y la sociedad.

(En el cine nos reímos, maestro)

Berlanga, en 2005 (Foto: GTres)

 

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