Niebla

La luz de las estrellas parpadeaba sobre el agua de la piscina. Absolutamente plana. Sin ningún sesgo. Y allí seguí un buen rato. Sin un ruido. Sin nada. Sin nadie. En aquella noche opaca. Y a punto estuve de dormirme, pero escuché, como entre niebla sobre la mar, gente hablando, alboroto y, después, un grito. Y otro más intenso. Y otro aún mayor. Me recliné sobre la hamaca. ¿Qué cojones pasaba? ¿Habría un incendio? Me levanté y vi personas, en su mayoría mujeres, haciéndome aspavientos, para que me acercara. A mí. ¿A mí? ¿Por qué mierdas a mí? Me acerqué a paso rápido. El cuadro fue haciéndose más nítido. La calígine se esfumó. Las luces de nuestro bungaló estaban encendidas. La puerta abierta. Mujeres entrando y saliendo. Algunas llorando. Otras paralizadas, con el rostro blanco, desencajado de la impresión. Hombres cetrinos, ensimismados, mirando a la nada. Me puse a correr. Al llegar, el grupo se disolvió, salvo una anciana que permaneció en la habitación.

Aunque viva mil vidas. Nunca volverá a dominarme una extrañeza similar. O mejor dicho: tras el sometimiento de aquella no sé qué, jamás regresaría una afectividad al uso. El cielo cargado de estrellas y mi rostro de lágrimas. Aquel qué sé yo estaba muy, pero que muy lejos de matarme. Aunque no iba a hacerme más fuerte, tampoco me haría más débil. La cosa no iba de la tonta y arrogante filosofía. Aquello era serio. Sal y piedra caliente. Mi mujer estaba tumbada en la cama, inmóvil, tiesa, con la boca muy abierta, como tratando de coger aire en un último y agonizante suspiro. La anciana estaba al lado, con la mirada perdida, hecha un ovillo entre las sábanas, balanceándose arriba y abajo.

-Usted -dije, tan inestable como hueco de emociones humanas-. Salga de la habitación si no quiere que le abra el vientre y me coma sus decrépitas tripas.

Se equivocaba. El destino se equivocaba con nosotros. Una y otra vez. ¿De verdad el destino pensó que alguien como yo se iba a quedar de brazos cruzados después de aquello? A los que nos hemos pasado la vida como ocas, tragando mierda a paletadas sin apenas respirar, los sensores nos avisan en seguida, de modo que nos damos cuenta pronto de lo difícil que será, para el que tiene la mala suerte de cruzarse en nuestro camino, no salir dolido, magullado, porculeado. Sabemos cuándo no tenemos que ceder. Nunca tenemos que ceder. Quizá no tengamos mucho que decir, pero sí mucho que hacer si el destino viene a molestarnos. No admitimos sus exóticas vacaciones de mala voluntad. No a nuestra costa. La vida es real, señoritas. La vida mancha. Y nos importa una mierda que haya personas con vidas irreales. Es más: nos importa una santísima mierda lo que esas personas piensen de la vida, en general, y de nosotros, en particular. Solo pedimos una cosa: que nos dejen en paz porque, entonces, les mostraremos algunas cosillas que quizá no sepan. Cosillas que sabemos que no les gustarán.

Silencio.

Volvía a empezar la partida de cero. Ni siquiera era ya la misma persona que comenzó a jugar la anterior. Esta vez no la iba a perder. Esta vez, el responsable de aquella inefabilidad que estaba ante mí, iba a pagar lo que había reservado para mí. Me encargaría de identificarlo, darle caza y torturarlo de la forma más cruel que la mente más retorcida y enferma pudiera, tan siquiera, columbrar. ¿Quién, cuándo, cómo, dónde, por qué? Destino. Todo el rato. No cediendo. En cualquier lugar. Avanzar.

El silencio.

Ninguna mirada bondadosa, ningún gesto de pánico, ni siquiera aquella anciana dolida y asustada, ningún juicio humano, ni muchísimo menos divino. Nada nos iba a detener. Nadie nos iba a detener. Mi soledad no era ya soledad, sino una radical ruptura con la realidad. Se me apareció, así, de súbito, en aquella habitación de hotel. Ella se encargaría de todo.

Aquel silencio.

Mi mujer acababa de morir.

 

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