La muerte ya está aquí

¡Tendrían ustedes que ver la floristería por la mañanas! En serio. Toda coloreada de rojos, amarillos, morados, azules y verdes. Y la joven rubia de piel canela regando por aquí, ordenando por allá. Las plantas brotando, macizas y apretadas, pálidas y serenas algunas, bañadas en polvo de oro, erguidas y vigorosas otras, orgullosas como cipreses, como tenderos. Siempre le daba los buenos días y ella me sonreía, con una mueca simpática y plena de confianza. 

Ocurren cosas. Suceden constantemente. Somos incapaces de impedirlo. Cosas sin música. Sin tatatachanes clásicos, ni santurronas baladas. Sin elegantes voces roncas, ni mojigatos cantautores. Sin dubidús, ni dubidás. Y por las noches, cuando salía de mi pocilga, mitad derrotado por el cansancio, mitad satisfecho por sobrevivir, la débil luna moteaba el mar de lucecitas y las estrellas pululaban en la oscuridad. Y me llegaban al olfato los aromas del jazmín y la dama de noche. Y ella, coqueta y elegante, que jamás repite un modelo, aún iba de aquí para allá, cuidando flores de marfil con pétalos regados de sangre, racimos de flores brillantes y nebulosas capas de hojas verdes. Entonces le daba las buenas noches y ella volvía a sonreírme amablemente, pero en su cara la confianza había dejado paso a otra emoción. Esa misma emoción que, tras descalzarme, desabotonarme la camisa y escuchar el chasquido de la lata o el borboteo de la botella, yo mismo comprobaba cincelada en mi jeta a través del espejo. 

Todos tenemos dos yoes. Aunque los japoneses tengan cinco. A los japos les pone, y muchísimo, complicar las cosas. Tienen el Ore (el yo informal que, supongo, les servirá para copular), el Boku (que suele mantener un nivel intermedio de formalidad y solo se aplica al sexo masculino cuando, probablemente, esté de fiesta), el Atashi (homologable al Boku, pero para las gachís), Watashi (yo formal, explotado en actividades laborales) y Watakushi (muy formal, el que se hace el seppuku y se abre el vientre y le cortan la cabeza y esas alegres cosas japonesas). Cuando los japos se largan por ahí de hikkikomori y se pierden del mundo, resulta difícil que puedan aburrirse con sus flamantes cinco yoes. Se montarán unas fiestas de órdago. Supongo. Pero nosotros, los que no somos venusinos, ni pterodáctilos, los que no procedemos de una dimensión espaciotemporal paralela, tenemos dos identidades bien definidas. El yo legítimo y el yo fraudulento.

El yo legítimo es desconfiado, asustadizo, paranoico, traicionero, manipulador, mentiroso, áspero, controlador, alambicado, egoísta, culpable, opaco, inflexible, violento, chungo. ¿Para qué sirven las palabras? ¿Qué expresan exactamente? ¿Qué utilidad tienen esas simplificaciones orales de la realidad? Cuando el yo legítimo, el legal, tiene un objetivo, lo consigue. Y, si para ello, debe dejar un reguero de cadáveres a su paso, lo hará sin ningún reparo, sin ninguna traba. Sin justificaciones. Es la personalidad que se nos suele aparecer cuando las cosas se tuercen.

El yo fraudulento, en cambio, resulta encantador, armonioso, confiado, vocacional, naif, almibarado, transparente, sencillo, altruista, desprendido. Todo él sublimidad. Todo él proclividad. Todo él andrómina. Una trampa. Es el carácter que acostumbramos a dejar caer cuando la vida nos sonríe, nos viene de cara. Cuando todo funciona como la seda.

Quince minutos dan para mucho. De modo cuando Antonio llegó aún no estaba curda, pero ya me notaba el alcohol en el lóbulo frontal. Se sentó frente a mí y me miró con seriedad, directamente a los ojos. Y, entonces, lo supe. Me llegaron todas aquellas ondas, los campos magnéticos, las áreas de presión. Yo iba a morir. No bromeo. Yo, bueno, la iba a palmar en breve. Y, por supuestísimo, no estaba preparado para algo así. En serio. Nadie está preparado para una burrada de ese calibre.

«Aron, como te muevas por los cauces habituales, tanto de la sanidad pública como privada, esta mierda te va a llevar por delante en tan solo unas semanas… Lo sé. Ya lo sé, colega… Por eso no has de preocuparte… Por eso tampoco… Solo necesitas una montaña de pasta. Nada más… Tranquilo, amigo… Solo debes hacer lo que te digan… Ya… Lo siento… En serio… Llora. Eso es… Llora todo lo que quieras, tío… Suéltalo… Lo siento mucho, hostia puta… No te hagas una raya en la mesa, Aron. No es ni mediodía y esto está lleno de peña… No bebas, colega… Eso tampoco, compadre… No te metas… Solo vas a conseguir empeorar las cosas… Lo siento, Aron. Lo siento muchísimo».

-Tú -le susurré a mi yo legítimo, limpiándome las lágrimas-, venga, arriba. Vamos. No dejes títere con cabeza. Destrózalos a todos. 


Las dos entregas anteriores de ‘La tiranía de los cobardes’

Entrega 1:

Entrega 2:

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