«El vacío siempre tiene volumen»

Elena Laverón piensa con el dibujo. Rápido, resuelto, en cualquier papel que no sea bueno y no le provoque miedo a equivocarse. Lo caro hay que saber aprovecharlo. Con esa imaginación libre, volátil, que tiene el trazo sin un desenlace definitivo busca el movimiento de lo que va a ser la escultura, y lo reflexiona. Luego, después, llegará el barro y el proceso de la creación que más le gusta, mientras en su estudio a solas suena Pink Floyd o un piano de puntillas como en un ballet de Tchaikovsky.

‘Bailarina’

Se adivina su ritmo en La Bailarina que reina sobre fondo rojo y en piedra artificial en una de las salas de Casa Brenan donde expone hasta el 26 de abril. Ocho esculturas, dibujos, pinturas y maquetas seleccionadas por la comisaria Marta del Corral para el ciclo Estrellas para Brenan, por el que han pasado Enrique Brinkmann, Paco Peinado –compañeros de ella en el Colectivo Palmo-, Chema Cobo, Diego Santos y para mayo ya prepara el director, Alfredo Taján, una exposición de Rafael Alvarado.

Veo el volumen más que el color»

Me cuenta Elena Laverón que en sus inicios en Bellas Artes en los años 50 e incluso cuando estudió en la Academia de la Grande Chaumiére de Paris con Ossip Zadkine las mujeres eran mejores en escultura que los hombres y, en cambio, ellos sobresalían en la pintura.

No sé por qué pero era así. Luego llegaban los críticos y decían que no teníamos fuerza, o utilizaban el término delicadeza para referirse a nuestro trabajo. No entendían que no se trataba de fuerza física, que lo que tenía que ser fuerte era y es el proceso creativo. El trabajo de hacer escultura es modelar midiendo solo con el ojo. Ver volumen que hay dentro del mármol, del granito, del bronce. El oficio no es picar piedra.

‘Marengo’ en el Paseo Marítimo de Huelin

Fácil no fue aquella época. Tampoco las anteriores para el talento femenino con lo rocoso. Camille Claudel. Anna Hyat. Niki de Saint Phalle. Lo mismo en la pintura para María Blanchard o Maruja Mallo. El volumen, la vanguardia, la monumentalidad, una cuestión dominante de género. Un error que evidencia la potente obra de Elena Laverón que al principio de su carrera, sujeta a una vida itinerante -Gerona, Barcelona, París, Essen- creaba en la cocina de sus casas, sin dejar de pensar en el exterior como escenario idóneo, el hábitat donde su obra adquiría la plenitud estética.

 ‘Pareja tomando el sol. Monumento al turista de 1972’ en un jardín de Benalmádena; ‘Hombre recostado en tres módulos’ en el estanque del Parque del Oeste donde a flote la luz se transforma en un verde bocarriba. Su ‘Marengo’ de Huelin de cinco metros en el arrastre del copo al amanecer. Su cansancio de tarde, también a esa hora de espaldas al mar. ‘El paseante’ plácido de sombras de mañana en la Plaza del Sol de Torremolinos.

Me gusta que las horas del día conviertan la escultura en otras esculturas.”

‘Paseante’ en la Plaza del Sol de Torremolinos

Majestuosa su ‘Familia’ en corro sin perder pie en la alberca en alto de Casa Brenan, a un lado teje la yedra su telaraña de pared y de fondo la nana de los naranjos. Se respira serenidad en ese jardín de Churriana. La misma que transmiten las esculturas que se camuflan entre las derivas del flâneur o el ruido de humano de la prisa en tránsito por el Palmeral de las Sorpresas del puerto de Málaga que ocupó con parejas y caminantes. Y que convocan a la gente a sentarse en ellas, a que la mano del espectador las complete al tocarlas.

La escultura es paisaje, y también es mobiliario urbano»

Lo que no le gusta es la tendencia habitual de las piezas que se ven en Nueva York y las réplicas que proliferan en ciudades de Europa, sentadas en bancos o colocadas en un parque.

Son maniquíes endurecidos. Las manos, el cuerpo, la cara, se hacen a parte, se junta todo y se funde en una pieza, sin ninguna creatividad. No han fluido del movimiento del dibujo, y en ellas no está la mano de un artista que no ha trabajado con el volumen negativo del vacío que permite que la luz entre por ese vacío.

‘Hombre recostado en tres módulos’ en el Parque del Oeste

Elena Laverón con su habitual introspección tímida sonríe cuando habla y son sus ojos los que expresan. No es de definir con palabras su obra. Prefiere que lo hagan sus obras en museos como el Guggenheim de Nueva York,  el Reina Sofía de Madrid, el alemán de Mulheim, en otros de México, de Suiza y en espacios abiertos como el jardín de  Piedmont Avenue en Atlanta.  También en su natal Ceuta y en Málaga donde reside desde los años sesenta. A veces si está cómoda escucha la pregunta desde su mirada y con la pericia de sus manos compone palabras certeras y sencillas con ese volumen que las sostiene, e incluso las eleva.

Lo lleno es el espejo del vacío”

Lo responde al preguntarle si es un territorio que se ocupa a través de la luz, y me explica que el vacío siempre tiene un volumen. Que la escultura es un dibujo tridimensional que hay que pensarlo mucho, y que lo que más la llena a ella es modelarla. Sentirla en barro, hacer después un molde perdido relleno de escayola que rompo para seguir el trabajo con su textura blanca por la que resbala muy bien la luz. De todo el proceso es lo que más me apasiona.

La imagino en su taller, con atmósfera de pelusa de mármol y de resina en el aire, igual que vilanos, descansando al óleo sobre papel en pinturas que la liberan del peso de la materia y de la masa. Aunque lo habitual es contemplarla fotográficamente concentrada en el tacto de experimentar con el hueco que coge forma, con la naturaleza de la línea que genera planos, que extiende una dirección, con el dinamismo de la curva y la tensión de ambas en el espacio.

En la obra de Laverón la línea es sombra, la curva su desnudo”

Una belleza armónica en sus mujeres evocadoras de las diosas del Paleolítico, en las de una feminidad de rotunda sensualidad o definidas por la sutileza, igual que la de su mano cuando desliza el movimiento de una escultura pequeña para descifrarme su limpieza, la levedad, la presteza que expresan la capacidad y magnitud de sus criaturas. El equilibrio entre la línea, la curva, y la concepción sigilosa del vacío. Abstractas, figurativas, aisladas en el paisaje o dominantes en su influjo. Da igual que duerman en el interior de una campana de vidrio sobre peana en la exposición,  o que su “Pareja” esté a un abrazo de la Unesco en París e irradie su aura alrededor.

Elena Laverón dialoga con Guillermo Busutil

Siempre trabajo con las manos sucias”

Me recuerda que por eso le graban cintas con mucho tiempo de música, como le hizo su amigo el también escultor Felipe Orlando, y entre la que la clásica está muy presente, al decirle que en una de las salas de Casa Brenan sus piezas parecen la coreografía de una bailarina. Ahora acrobática arabesque o battement fondu, ahora en el suelo un gran écart. Frente a la alcoba siena en la que expone sus dibujos y papeles desenfadados, picassianos, interrogantes de la geometría y del flujo de la línea y del volumen, la estancia en la que sucede en el aire su “Bailarín”, su vibración en el espacio evocando sus fantásticas piezas de “Tenista” y “Lanzador” en bronce. Ingrávidos, la oscilación de un instante. Fragilidad y elegancia a la vez. La austeridad del dibujo en tránsito cobrando vida fuera del plano de lápiz convertido en burel. La eclosión final de la escultura a la que dota de una intensa expresividad que a la vez es intimista.

Alguien dijo, no recuerdo quién, que si tiras una escultura cuesta abajo, todo lo que se rompe es lo que sobra. Ves la Venus de Milo y piensas que si le pones brazos sería un horror.

Prefiere ella a Brancusi. A Picasso que lo ha hecho todo. A Jean Arp que la ha inspirado mucho. A Henry Moore del que cree con humor que la copia. A Plensa que ha enriquecido la escultura. Se ríe la mujer que sí que es fuerte, la artista admirada por Vargas Llosa, y reconocida en Málaga con la Estrella de Luz de la Real Academia de San Telmo.

Elena Laverón, con el sosiego de la gravedad de sus personajes poéticos.  A veces con la dimensión de familias y de parejas de las que podría hacerse un inventario de humanidades corpulentas. Lo mismo que de la ternura que desprenden sus mascotas de jardín. Cada presencia de estas creaciones le confiere al espacio una naturaleza de territorio, de relato sugerido, que invita a disfrutar de la sensibilidad con la que que transforman la escultura en paisaje, y el paisaje en el volumen de un poema en tres dimensiones: la de la belleza, la del sosiego, la del arte a mano de ser tocado.

‘Bailarín’ en la exposición Casa Brenan

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