Más Europa, mejor democracia

La Europa que surgió del documento firmado el 25 de marzo de 1957, conocido como el TRATADO DE ROMA, fue el embrión de lo que hoy es la Unión Europea. En esa fecha, los dirigentes de los países firmantes, que habían vivido el horror de la Segunda Guerra Mundial: La República Federal Alemana, Francia, Italia, Holanda, Bélgica y Luxemburgo, soñaban sobre todo con que el continente europeo no volviera a conocer la guerra; y que sus economías empezaran derribar unas fronteras que eran también trincheras que frenaban el crecimiento económico.

Si vivieran los líderes que firmaron el tratado, no reconocerían la Europa cuya semilla acababan de sembrar. Monet, Schuman, Adenauer, De Gasperi, y Spaak, ¿cómo podrían haber imaginado ese día de principios de primavera en Roma, que su sueño de una Europa en paz, democrática y sin fronteras para sus ciudadanos y sus mercancías, abarcaría desde el Mar del Norte hasta el Estrecho de Gibraltar, y desde el Adriático hasta los límites de la que entonces era la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas?

El mundo de la postguerra en Europa, en el Pacífico y en China, tampoco pudo imaginar que los dirigentes que anunciaban la buena nueva de un mundo sin clases, sin explotadores ni explotados, convertirían sus países en el Paraíso… Eso sí, un paraíso vallado para libertad, porque EL PARTIDO representaría a toda la clase obrera, pensaría por ella y la libraría de sus enemigos y de sus errores, inducidos estos últimos por los residuos de una mentalidad burguesa. “Libertad, ¿para qué?” le dijo Lenin al socialista español Fernando de los Ríos en 1920, en Moscú. Stalin completó la respuesta convirtiendo a la URSS en la mayor dictadura europea, sólo superada por Hitler.

Pensar que, – apenas 25 años después de la caída del Muro de Berlín, el 9 de noviembre de 1989 – países que parecían condenados a una Guerra Fría y de Desconfianza permanente, compartan hoy unos valores comunes, basados en la firme creencia de la superioridad de las democracias liberales y su corolario, la Economía Social de Mercado; y hayan derribado fronteras para sus ciudadanos y sus mercancías, debería hacernos mirar el futuro con optimismo.

¿Por qué, sin embargo, vivimos en una atmósfera de pesimismo y desconfianza, en la Europa que pronto superará unida la primera parte del siglo XXI? ¿Por qué aceptamos que nuestros hijos vivirán peor que sus padres, y que los hijos de nuestros hijos crecerán en un mundo lleno de incertidumbres y amenazas?

La COVID 19 fue el primer mensaje que nos despertó del sueño. Nos preguntamos que, si prácticamente el 90% de la Humanidad (bastaría pensar en India y China) habían vencido el hambre y la enfermedad, ¿cómo Europa no era capaz de vencer a un enemigo invisible; y ni siquiera podía acceder a algo tan elemental como a una mascarilla hecha de algodón? La segunda incertidumbre que debilitaba nuestra creencia en la democracia liberal, heredera de la cultura griega y romana, fue comprobar cómo un sistema autoritario: – el régimen comunista chino – estaba construyendo un imperio económico basado en el estímulo de la iniciativa privada, empujado por el viento favorable de la globalización. ¡Pero si se había demostrado con la Rusia soviética que las Economías Planificadas habían fracasado estrepitosamente, y todos sus ciudadanos soñaban poder escapar a la Europa “capitalista”!. El éxito económico de China y del Partido Comunista Chino desmoronaba una de nuestras creencias más firmes: que sin libertad no podía haber desarrollo.

EUROPA-RUSIA-UCRANIA

El 24 de febrero hará dos años desde que Putin ordenó la invasión de Ucrania. Por primera vez desde el final de la II Guerra Mundial, Europa tiene un conflicto armado en sus fronteras. ¿Quién podía imaginarlo si recuerda los encuentros amistosos de Clinton con Yeltsin, partiéndose literalmente de risa en 1995?

Creíamos que la caída del Muro de Berlín, construido por la RDA para evitar la fuga de sus ciudadanos hacia los países de Europa Occidental; y la celebración de elecciones libres en los antiguos países del Telón de Acero, nos garantizaban un futuro de paz y prosperidad. No imaginábamos que la sociedad rusa no se había acostumbrado a vivir sin “amos”: fueran los zares, los propietarios feudales, Lenin o Stalin. Creímos también que el reconocimiento de la superioridad de las democracias liberales por parte de Gorbachov, y después por Yeltsin, garantizaban una Rusia democrática.

Habíamos olvidado que su sucesor, Putin, antiguo jefe del KGB en Dresde cuando la caída del Muro, soñaba con reconstruir el poder de la antigua Unión Soviética. Y que esa Rusia que soñaba era incompatible con la democracia tanto en su país como en Ucrania o Bielorrusia. Habíamos olvidado también la pulsión autoritaria de la Nomenclatura soviética que, recién muerto Stalin, aplastó la rebelión de los obreros en Berlín Este en el verano de 1953; y que los tanques soviéticos invadieron Checoslovaquia en 1968 cuando el propio gobierno comunista permitió las protestas antisoviéticas de los habitantes de Praga. Sólo faltaba que una pequeña chispa saltara en la vieja Europa para que Putin pudiera justificar su ambicioso sueño: seguir siendo el árbitro europeo. Para ello contaba con el segundo ejército del mundo, 143 millones de habitantes… Y un PIB que no supera al de Italia.

La tragedia actual empezó en Kiev en noviembre de 2013 cuando el presidente ucraniano Yanukóvich cedió a las presiones de Putin y se negó a firmar el Acuerdo de Libre Comercio con la UE, aprobado por una mayoría aplastante de los diputados ucranianos. Todo se precipitó: los líderes independentistas de las provincias ucranianas de Luganks y Donest, formadas por una mayoría de población ruso parlante, – que habían sufrido la amenaza del gobierno de Kiev de suprimir la Ley de Cooficialidad Lingüística -, se declararon Repúblicas Independientes. Por supuesto que para lograrlo fue decisivo el apoyo sin disimulos del ejército ruso.

Después vino la ocupación de la península de Crimea, cuya soberanía el Parlamento Ruso había entregado a Ucrania en 1954. Crimea también tiene una mayoría ruso parlante, porque Stalin deportó en 1.944 a la población tártara acusándolos de colaborar con Hitler, siendo sustituidos sus habitantes por rusos y ucranianos.

En un intento desesperado por detener la guerra del Dombás, Francia y Alemania sentaron a rusos y ucranianos en la misma mesa, y firmaron los acuerdos de Minks en 2015. Unos acuerdos irrealizables según el diplomático Duncan Allen: “Los acuerdos de Minks se basan en dos interpretaciones irreconciliables sobre la soberanía de Ucrania… ¿Es Ucrania soberana como defienden los ucranianos o debería limitarse su soberanía como exige Rusia?”

Lo que sucedió a partir de la invasión rusa de febrero de 2022 lo estamos viviendo a diario. Putin, con la vocación imperialista heredada de los zares, creyó que en diez horas su ejército entraría en Kiev, depondría al presidente elegido, Zelensky, y los ucranianos se someterían a la voluntad del Kremlin, eligiendo a un presidente que acabara con las veleidades pro europeas del país vecino. Nunca imaginó el autócrata ruso la capacidad de resistencia y la determinación de los ucranianos a defender su independencia.

La propaganda rusa: “Esta operación especial es para evitar la masacre de los rusos que viven en Ucrania y para librar a los ucranianos de un gobierno nazi”, sólo podía servir para el consumo interno de los propios rusos que ignoran lo que es la libertad de prensa y de expresión: 8 años de cárcel a quien proteste públicamente contra la guerra. Hasta Putin ignoraba que los nietos de los más de tres millones de ucranianos que murieron de hambre entre 1932/33 al ordenar Stalin la requisa de todo el cereal de los pequeños campesinos de Ucrania, habían crecido odiando a los rusos.

¿Se pudo haber evitado esta guerra en la puerta de nuestra casa y que costará a los europeos cientos de miles de millones de euros, el exilio de 6 millones de ucranianos, la pérdida de decenas de miles de vidas, y que ha traído tantas incertidumbres a los 450 millones de personas que viven en la Unión Europea?

Posiblemente se pudo haber evitado y, sobre todo, se deben evitar otros conflictos en el futuro. Pero para ello tiene que existir previamente una conciencia de “ciudadanía europea”. Y no es fácil. La crisis económica que se inició en 2008. La crisis del COVID que aún está lastrando nuestras economías, el nacimiento del nacionalismo que creíamos haber exorcizado con un mundo globalizado, no son el mejor caldo de cultivo para que crezca una “conciencia europea”. Somos los ciudadanos los que tenemos que apremiar a nuestros gobernantes exigiendo MÁS EUROPA. ¿Pero cómo?

Como toda obra humana, empezando por los cimientos; que se construyen en la Escuela Primaria. Todos los países de Europa deberían incluir en sus Sistemas Educativos una asignatura para que nuestros niños y nuestros jóvenes sientan el orgullo de pertenecer a un grupo de países en los que la libertad, la igualdad, la fraternidad y la solidaridad es, o debería ser, la atmósfera en la que crezca la semilla que plantaron los líderes que crearon el Mercado Común en 1957. Es necesario que los jóvenes europeos hablen al menos dos idiomas, además del suyo, al acabar la Enseñanza Obligatoria. ¿Por qué a nuestros jóvenes españoles, además del imprescindible inglés, (lengua franca de la Humanidad), no se les oferta la posibilidad de elegir francés, alemán y portugués, que suman entre estos tres últimos, 500 millones de hablantes?

MÁS EUROPA

Es verdad que construir esa Europa a la que tantos países quieren pertenecer no es fácil. Ni es gratuito. Porque si el orgullo de pertenencia se debe crear en las Escuelas de toda la Unión Europea, también es cierto que la libertad no es una planta que vayan a dejar crecer quienes creen que sus pueblos deben ser tutelados por “hombres providenciales”, que a sí mismos se consideran padres de sus patrias. Y ya sabemos que estos salvadores de sus pueblos no quieren vecinos incómodos que han adoptado formas de vida que de ninguna manera están dispuestos a tolerar dentro de sus inmensos campos de concentración mental y material.

Tiemblan ante la idea de que el pueblo elija a sus gobernantes; de que sus ciudadanos decidan su forma de vivir; su propia lengua; de que los pueblos puedan ser contaminados por la libertad de información, por la libertad de elegir a su dios, su sexualidad, sus costumbres. Y es que “el poder ama, sobre todas las cosas, la oscuridad”.

Y nada mejor que la oscuridad para que crezca la corrupción. Quizá por eso, cuando cada año la Organización Transparency International publica su informe sobre la corrupción, me lanzo a leer su clasificación de los 180 países del mundo, con la esperanza de que España haya mejorado; de que algún día estemos entre los 20 mejores. En vano. Incluso países que pertenecieron a la antigua Unión Soviética como Estonia, Lituania y Letonia nos superan. ¿Qué darían millones de españoles por ver a nuestro país entre los mejores países del planeta, encabezados por Dinamarca, y seguidos por Finlandia, Nueva Zelanda, Noruega, Suecia, Suiza, Holanda, Alemania, Luxemburgo, Irlanda, Canadá y un largo etcétera hasta llegar al puesto 38, ¿lugar ocupado por nuestra “Piel de Toro”? Parece que en nuestra patria no puede brotar la semilla de la ejemplaridad en los liderazgos: ni de los políticos, ni de los empresarios, ni de los sindicalistas, ni de los jefes religiosos. ¿Por qué?

Quizá tenga razón el veterano periodista Raúl del Pozo cuando dice que “la democracia nos garantiza que nunca tengamos un gobierno que no nos merezcamos”. De verdad, ¿los españoles no somos mejores ciudadanos que quienes nos gobiernan y sus partidos; que aparecen en todas las encuestas como gente que se preocupa ante todo por sus intereses y no por los intereses de los españoles? La democracia es una planta demasiado delicada para dejar su cuidado a quienes han demostrado reiteradamente que quieren vivir ajenos a los problemas del hombre y la mujer de la calle… ¡sus votantes! Así que han puesto las instituciones a su servicio partidista, como si sólo gobernaran para la mitad del país…y es imposible hacer excepciones. No se me ocurre mejor consejo a los lectores que recomendarles “Cambalache”, el tango de Enrique Santos Discépolo, de 1934.

MEJOR DEMOCRACIA

Si el hombre y la mujer de la calle, los que formamos la “sociedad civil” bajamos la guardia, nuestra democracia puede degradarse sin que lo advirtamos. Los partidos políticos jamás harán reformas que, de hacerlas, mejorarían la calidad de nuestra convivencia. ¿Cómo van a permitir los que se benefician de nuestros déficits democráticos que se emprendan reformas que les obligarían a renunciar a los privilegios que a sí mismos se han otorgado?

¿Qué ciudadano no querría elegir a su diputado mediante unas elecciones primarias con segunda vuelta, en vez de tener que depositar en la urna una papeleta que le han impuesto y en la que – con toda seguridad – no están los mejores? ¿Qué vecino no quiere elegir al concejal que velará por su barrio, y no soportar la humillación de que otros decidan por él? Todos sabemos cómo los partidos están llenos de notables mediocres que consiguen con su oficio de políticos lo que jamás podrían lograr con su propio esfuerzo, y han encontrado en las “oficinas de colocación” de su partido el instrumento que oculta sus carencias. Ya es hora de que exijamos ser tratados como lo que somos: ciudadanos con capacidad para decidir quién nos representará en los cargos públicos, y dejar de ser tratados como disminuidos sociales que han de votar a ciegas porque el 99% de nosotros no puede decidir qué nombre escribe en la papeleta electoral.

Usted y yo; su vecino y el vecino de su vecino debemos saber que votar cada cuatro años no nos convierte en ciudadanos libres. Que la calidad de nuestra democracia depende del grado de participación de la ciudadanía en la elección de sus dirigentes. No podemos engañarnos: las carencias materiales, sociales, sanitarias, educativas; el paro (del que estamos a la cabeza en Europa); el abandono escolar (en el que seguimos siendo líderes); la tasa de pobreza infantil, (que encabezamos, con un insoportable 27´8%); las listas de espera, que son muertes adelantadas; el disparatado precio de la vivienda y del alquiler; la degradación de las ciudades, de cuyas calles hemos expulsado a los viejos y a los niños…

Todos estos déficits, que son reflejo de la mala gestión de los políticos y de las ineficaces burocracias que los acompañan, son consecuencia de nuestra renuncia a exigirles una gestión eficaz; consecuencia de la dejación que hemos hecho los ciudadanos de a pie, para seguir engañándonos diciéndonos a nosotros mismos que “todos son iguales y que nuestros males no tienen remedio “. De esta forma podemos dormir tranquilos y, si somos lo suficientemente sectarios, nos engañaremos diciendo que “ya vendrán los míos y lo arreglarán”.

Usted y yo; su vecino y el vecino de su vecino. Y todos los que se levantan cada mañana para trabajar, para abrir su pequeño negocio, para poner la comida a millones de turistas, para entrar en el aula enseñar, esperando el siguiente informe PISA que no avergüenza a nuestros indolentes políticos; o usted, que trabaja en un hospital o en la Atención Primaria viendo tantas carencias… O los jubilados, que se han convertido en puntales decisivos para cuidar a sus hijos y nietos, ante los disparatados horarios de trabajo que les imponen a sus padres, y a causa de la falta de instalaciones culturales y deportivas públicas…Todos son, todos somos víctimas de la incapacidad de quienes nos gobiernan. ¡Y todavía hay quien se escandaliza porque algunos ministros matriculen a sus hijos en colegios privados…Pues, claro, saben muy bien lo que hacen: la ideología de los padres no mejora la enseñanza pública!

Y para terminar no puedo menos que ilustrar con un ejemplo dos de nuestros pecados capitales: el sectarismo y la improvisación. Se trata del manoseado tren a Marbella. Hace más de 30 años Manuel Chaves ya nos anunció el desdoblamiento del actual hasta Fuengirola. Todo el mundo parece estar de acuerdo en que una conurbación como la de Málaga y la Costa de Sol Occidental, con una población cercana a los 1´3 millones de habitantes, con 12 millones de turistas anuales, con un aeropuerto por el que pasaron el pasado año 21 millones de personas.

Todos, digo todos los partidos políticos, están de acuerdo en que es la mayor prioridad para que Málaga no entre en un futuro incierto. Probablemente no existe en Europa una conurbación tan poblada sin ferrocarril. Es más, cualquiera con una cultura media en sistemas de transporte, sabe que ese tren debería enlazar con Algeciras, desde donde, alguna vez, partirá el Corredor Mediterráneo que conectará África con los países ribereños del Mar del Norte. Pues bien, cada vez que un partido (sucesivamente el socialista y el popular, en riguroso turno) señala la urgencia de iniciar esa obra “im pres cin di ble”, que diría en “cinco palabras” Jesulín de Ubrique, la parte contraria lo acusa de demagogia.

Mientras tanto el tiempo pasa; los ciudadanos nos preguntamos cuántos nos cuestan los cuatro años de vacaciones que pagamos a nuestros 11 anónimos y desaparecidos diputados por Málaga en Madrid…tan sectarios unos como otros. Incapaces de unirse siquiera para apoyar sin fisuras el tren. La improvisación, uno de nuestros pecados capitales, provocará que sólo cuando la saturación de nuestras carreteras provoque el colapso de nuestra economía turística (el oxígeno con el que respiramos), entonces y sólo entonces, los afortunados vivientes de ese futuro interestelar, verán de nuevo cómo se agitarán los viejos periódicos para que se sigan zurrando con ellos los felices diputados de esa época. Que quizá no recuerden siquiera las pinturas negras de Goya, en las que dos compatriotas intercambian opiniones a garrotazo limpio. ¿Estaría pensando el aragonés en estos aciagos tiempos?.

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