Siempre he odiado el frío. Me cuesta salir de la cama de madrugada en invierno, paso corriendo por la zona de congelados del súper donde la temperatura baja y los precios suben, me molesta el aire acondicionado de El Corte Ingles en verano. Presiono al chófer del bus para que lo baje, me baño en el mar solo en julio y agosto en los días que el Lorenzo aprieta. Lo dicho, le odio.
Quizás por eso cuando el frío aprieta el alma se me congela, pensando que cuando me acuesto en mi cama calentito, en la calle, cada noche, duermen 5.385 personas en nuestra querida España. En el suelo, entre cartones, con suerte dentro de un cajero (que ironía) o con alguna mantita, muchas veces con un perro, ese que nunca les abandona.
De cómo han llegado ahí, al suelo, a lo más bajo, hay 5.385 historias por conocer de todo tipo. No soy juez por lo tanto no juzgo, quizás algo falle en el sistema.
Mientras la desigualdad en el reparto de la riqueza crece ferozmente, mientras organizaciones como Cáritas advierten de que hay 40.000 personas sin hogar en España y casi 3.5 millones de hogares vacíos, el foco lo ponemos en los que le dan una patada al sistema e irrumpen ilegal e injustamente en una de esas viviendas.
Quizás no sean más culpables que el político que malversa, que se enriquece ilegalmente, que roba, que los que especulan con el precio del suelo o que el empresario que ávido de riqueza aprieta al currante y al cliente por igual aprovechándose de una crisis, utilizando todo su poder para jugar con las ‘normas’ de un Monopoly en el que más de uno tendría que pasar por la casilla de la cárcel.
Así es el juego, hoteles de 6 estrellas, deportistas con 15 coches de lujo, actores que se compran islas, empresarios que no saben donde esconder la pasta y personas que acaban con sus huesos en la acera.
Lo más gracioso es que al final de la partida todos, absolutamente todos, acabaremos con nuestros huesos bajo tierra. No habrá lujos, ni riqueza, solo oscuridad, silencio, en una gran fosa.
