Una noche cualquiera

Dentro de pocos meses habré sobrepasado la edad de setenta años en cinco más. Mi padre, dicho sea de paso, no llegó a los 73. Pudo haber muerto en una guerra que hubo en mi país hace más de ochenta años en la que se mataron con furia unos compatriotas y otros. Al acabar la guerra, que ganaron los auténticos patriotas- los buenos-, los malos que no escaparon a tiempo fueron pasados por las armas.

Ahora, el gobierno, por fin, cuando no queda vivo ninguno de aquellos que se mataron con furia, ha puesto las cosas en su sitio, y ha decretado que los ‘buenos’ de entonces eran los malos, y que los ‘malos’, que tuvieron la mala suerte de perder aquella extraña guerra, son los buenos. Debo reconocer que es difícil de entender, y más a mí, que tuve un padre combatiendo fieramente contra los ‘malos’ de entonces, y que el pobre sufrió la humillación de que su hijo primogénito – en cuanto pudo pensar por sí mismo – decretó en su mente, y en sus reuniones más o menos clandestinas que, los buenos eran los ‘malos’ que su padre había ayudado a derrotar con las armas en la mano. Gracias a esta casualidad un servidor está escribiendo estas líneas, ya que de haber sucedido lo contrario, mi potencial padre habría sido pasado por las armas, con todo merecimiento. Porque, así es la lógica de los hombres: tiene razón el que enarbola el garrote más grande.

Pero esta noche no me he puesto en el ordenador para hablar de lo que sucedió hace 83 años. Ni del cambio de nomenclatura entre ‘buenos’ y ‘malos’. Si no que quería contarte, desconocido lector, que desde hace varios años empiezo a no entender la mayor parte de las cosas que suceden a mi alrededor. De día no me queda más remedio que ver lo que sucede: cómo la gente se afana en coger los autobuses, supongo que para ir o venir de trabajar; otros, caminan por las calles sin rumbo fijo, mirando con atención cualquier cosa que se ponga al alcance de su vista. Les llaman ‘turistas’, y vienen desde muy lejos a ‘tomar el sol’, o tomar alcohol barato, porque en sus países en lugar de poner impuestos a los combustibles, los ponen a las bebidas alcohólicas. ¡Otra paradoja, teniendo en cuenta que ambos son imprescindibles: ¡unos para hacer funcionar vehículos e industrias, y los embotellados, para que la gente venza la pereza de ir a trabajar! Siendo así, me parece absurdo que unos y otros paguen impuestos, ya que ambos realizan funciones complementarias. Allá ellos. Líbreme Dios, bajo cualquiera de sus denominaciones, de juzgar lo que hacen los demás en sus casas, cuando yo apenas me atrevo a juzgar lo que yo mismo hago en la mía.

Chiringuito Mediterráneo en el Paseo Pablo Ruiz Picasso

Contra mi costumbre de no salir por las noches de casa, sino es obligado por algún compromiso social, que casi siempre se traduce en cenar en un restaurante; esta noche, en la ciudad marítima en la que vivo o vegeto, vaya usted a saber, he salido a la calle. Porque lo único que sé con certeza es que lo que más me interesa de lo que hago en todo el día es cuidar de las plantas y flores que he ido trayendo a la terraza. Las plantas, y aún más las plantas con flores, tienen el poder de crear la belleza casi de la nada: pones bajo tierra un bulbo de gladiolo, que es lo más parecido a una pequeña cebolla, y pocos meses después despliega sus colores alrededor de un tallo esbelto. Belleza. ¿Y acaso no es la belleza uno de los bienes más preciados por los hombres y mujeres? ¡Todo el mundo quiere ser bello, quiere ser guapo! Y por intentar serlo, la gente emplea tiempo y dinero en ingentes cantidades. Quien está gordo, intenta ser delgado con el menor esfuerzo. Pensándolo bien, el único esfuerzo que hay que hacer es comer menor. Es decir, ahorrar en las comidas. La gente, por el contrario, en vez de ayunar, que es gratis, gasta aún más dinero en dietas milagrosas que cuestan una fortuna.

Pero ya está bien de divagar. He bajado las escaleras del edificio en que habito con mi hija; he descendido la rampa que conduce a la calle, y lo primero que he hecho es cortar una flor de jazmín que se desmaya sobre los contenedores de basura de la verja de una casa vecina. Si usted no ha gozado del olor de la flor de un jazmín en una noche de verano, se ha perdido uno de los mayores placeres que puede disfrutar gratis. Mientras caminaba por una calle solitaria que desemboca en una iglesia, también solitaria a esta hora, iba oliendo el aroma de la flor del jazmín con el mismo placer que se puede besar a una mujer o a un hombre del que se está enamorado. En mi mano, los cuatro pétalos eran un antídoto contra la desolación y contra la fealdad del mundo.

Gozar del olor del jazmin en una noche de verano

He cruzado la calle principal por el semáforo en color verde y he leído el cartel de un gimnasio sólo para mujeres. Lo que está muy bien, porque dejar a los hombres la responsabilidad de diseñar los ejercicios de una mujer, es tan absurdo como llevarme de caza al perro de mi vecino. ¿Cómo podría distinguir una liebre de un conejo, o una paloma torcaz de una tórtola turca? Lo más probable es que acabara matando a alguna gallina distraída, escapada del corral de un cortijo. Estamos en el tiempo de las especialidades, y quizá por ello, dedicamos con toda razón, a los más incapacitados, a la gestión del bien público. ¿Por qué habríamos de privar a la Humanidad del talento de un médico, un arquitecto, una enfermera, un maestro o un albañil para dedicarlo a un oficio que puede hacer el más incapaz de cualquiera de nosotros? Esta elección es una de los pocos aciertos sociales que me permiten mantener la esperanza sobre el futuro de la especie humana.

Por fin he llegado a lo que llamamos Paseo Marítimo, y dónde es posible contemplar a la fauna humana en toda su variedad: jóvenes sentados en las terrazas de los bares en animada y vacía conversación, mujeres que caminan charlando sin cesar de sus asuntos, guiris que, mimetizados con el paisanaje, apuran su penúltimo guisqui, mientras miran ansiosamente su reloj, porque mañana su vuelo – que lo transportará a cinco mil kilómetros de esta ciudad de clima benigno- les llevará de modo inmisericorde hasta la ciudad de la que querrían huir para quedarse para siempre en unas eternas vacaciones mediterráneas.

Noche de copas en el Paseo Marítimo de Málaga

Antes de llegar al final de este tramo del Paseo, he oído a unos adolescentes italianos que hablaban con su profesor.  Y me he preguntado qué se llevarán a casa que los haga mejores, y qué porción de felicidad recordarán de los días pasados en esta ciudad tan deseada, y para mí, tan paradójica: convertida en objetivo soñado de millones de personas, es capaz de convivir con las mayores cotas de pobreza e ignorancia; a la vez que, una élite ensoberbecida, juega cada día a hacernos creer que aquí estaba y está el paraíso. Cuando el paraíso para cualquiera de nosotros es sucesivamente los abrazos de una madre, la seguridad de un padre y un corazón capaz de descubrir a otro que le anda buscando en medio de estas noches cálidas en las que una flor de jazmín puede tener el mismo sabor que el beso de un amante. 

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