Edipo

No tengo una cabeza encima de los hombros. Tengo una máquina registradora. Vuelvo a verme a mí mismo en una competición de ajedrez. Mi oponente comiéndome la reina con un movimiento antirreglamentario de su caballo. Aprovechando que los profesores no estaban mirando, me robó mi reina con un movimiento irregular de su puñetero caballo. Uno, dos, tres, izquierda. De súbito, agarré una de mis torres y se la lancé a la cara como si fuera una bala, a esa maldita cara de tramposo. Unos segundos después, un reguero de sangre le bajaba por el cuello. Era magnífico. Intenso y brillante. Inmaculado.

Los profesores me preguntaron. Una y otra vez con aquella cantinela. ¿Por qué le has tirado a la cara una pieza, Aron? Y yo, allí, callado. Y, luego, ya en casa, con la misma tarantela de mi padre. ¿Aron, por qué le has hecho eso a un compañero? Y yo, allí, sin soltar prenda. Mirando fijamente el suelo. Y al irme a la cama sin cenar, como si me importara un ardite la comida, me arrebujé debajo de las sábanas y pensé, sí, pensé: «Tendría que haberle arrojado el rey a la cara. Seguro que le hubiera hecho más daño. O, bueno, no, mejor un peón, los peones son más pequeños, con un poco de puntería y suerte podría haberle dejado tuerto de por vida».

Ingresé en el bachillerato de un instituto católico privado de élite a través de unas cuotas especiales para muchachos pobres con unas altas y peculiares cualidades intelectuales. En los Anales de las Mayores Cagadas de la Historia de la Reinserción Social Humana se recordará aquel intento de que yo me amoldara a las reglas de una sociedad que, hasta entonces, me era del todo ajena. Desde que la conocí, desde que interné en sus entrañas, me reforzó en mis convicciones más íntimas. Intensificó el respeto hacia mi persona, el cariño hacia mi padre y el amor hacia la delincuencia.

Yo me encontraba a una constelación de ser tonto. ¿Qué coño se creían los dueños del poder y del dinero? ¿De verdad pensaron el destino y la flor y nata que yo no me iba a dar cuenta? ¿No bromeaban al intentar mostrarme unos códigos, unos valores que intentaban seducirme, mantenerme a raya, que aceptase la realidad de una forma dulce para que luego ellos, los amos de un ordenamiento jurídico que les permitía hacer y deshacer a su antojo, jugaran conmigo e incluso se divirtieran a mi costa como si fuera un mono de laboratorio en sus manos? ¿Pensaban que yo iba a plegarme, que me iban a domesticar con lugares comunes bienintencionados, buenos modales y rezos católicos? ¿En serio creían que yo era un imbécil, que iba a ponerme a hacer el ridículo como un budista así porque sí? Qué poco me conocía aquella pandilla de mariconas amaneradas. No tenían ni repajolera idea de, no ya a quién, sino a qué se enfrentaban.


No solo obtuvieron el resultado opuesto al esperado sino que, para redoble de su desdicha, consiguieron que unos islotes procedentes de diferentes infiernos del sur profundo, a los que el intelecto les iba a mil por hora, formaran un archipiélago conectado mediante unos lazos afectivos tan fuertes que, tan solo una década después, ya tenían las yemas de los dedos insensibles de contar el dinero que, como un incesante goteo, se colaba por todas partes, sin tregua, fluyendo en una catarata de alcanfor tan descomunal que, como era de esperar, cambió por completo el tablero de ajedrez.


Toda vez que los peones alcanzaron la orilla opuesta, se convirtieron en reina, en torres, en alfiles. ¿Y yo? Bueno, yo, pues hombre, pues claro. ¿Qué suponen ustedes? Me transformé en Rey. En un Rey escoltado por caballos desabridos y locos de rabia y enfrentado a un rey trémulo y desprotegido por el que solo conseguía sentir un odio ciego. Si no hubiera tratado de ayudarme, yo no me hubiera sentido insultado. Ninguno de nosotros pedimos que nos ayudaran en ningún momento. No necesitábamos que nos tendieran una mano. Lo último que solicitamos era ayuda. Solo queríamos que nos dejaran en paz con nuestras mierdas. Eso era todo cuanto exigíamos.


Recuerdo que, en la entrevista previa a la admisión, mi padre iba vestido con su único traje y una corbata negra. Aquel traje azul marino, que cuidaba como oro en paño, le estaba pequeño porque lo compró cuando no teníamos demasiado que llevarnos a la boca y nuestra situación económica no había hecho sino empeorar. Tras algunas preguntas generales, el director se tornó más interesado en mi personalidad.

¿Qué piensas que puedes aportar a nuestra institución, muchacho?

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